El Regreso a Casa de Luzia



Había una vez, en un rincón lejano del mundo, una niña llamada Luzia. Ella vivía en una pequeña cabaña en el borde de una exuberante selva. Luzia adoraba explorar la naturaleza y hacer amistad con los animales que la rodeaban. Tenía un perro llamado Amigo, que siempre la acompañaba en sus aventuras.

Un día, mientras Luzia y Amigo estaban jugando cerca de un río cristalino, escucharon un ruido extraño. Era el hombre malvado del pueblo, conocido por todos como Don Rufián. Nadie sabía por qué se había vuelto tan grosero y antipático, pero Luzia siempre creía que en su corazón había algo bueno esperando salir.

"¡Luzia! ¡Vuelve a casa!", gritó su abuela desde la cabaña.

"Un minuto, abuela. ¡Estoy jugando!", respondió Luzia, intrigada por lo que Don Rufián estaba haciendo.

Luzia decidió acercarse un poco más. Don Rufián estaba sentado, mirándose las manos.

"¿Qué te pasa, Don Rufián?", preguntó la niña.

"Nada que te importe. ¡Vete! No quiero hablar contigo!", respondió él, visiblemente irritado.

La niña, en vez de asustarse, se sentó a su lado.

"A veces las personas están tristes, ¿no? ¿No te gustaría hablar?", le dijo Luzia con una sonrisa.

El hombre la miró desconcertado. Nadie le había hablado así en mucho tiempo.

"No, no tengo nada que contar", murmuró, pero su voz temblaba.

Luzia no se rindió.

"Si no quieres contarme sobre ti, ¿qué tal si hablamos de los animales de la selva?", sugirió.

"¿Animales? No me interesan", dijo él, pero su mirada se suavizaba un poco.

Amigo, el perro, se sentó al lado de Don Rufián y le movió la cola como siempre hacía cuando quería jugar.

"Mirá cómo se comporta, parece que le caés bien", dijo Luzia con una risa.

Después de un rato, Don Rufián comenzó a soltar un ligero suspiro.

"Está bien. Alguna vez me gustaban las aves de colores que hay en la selva. Solía encantarme verlas volar. Pero eso fue hace mucho tiempo..."

Luzia se emocionó.

"¡Podemos ir a verlas juntos! ¡Te mostraré el mejor lugar para observarlas!", propuso ella con entusiasmo.

Don Rufián no estaba seguro si quería seguirla, pero por alguna razón, la inocencia de la niña lo intrigaba.

"¿Qué más me puedes enseñar?", preguntó con un tono de curiosidad.

"Hay una cueva mágica donde viven luciérnagas. Cuando caiga la noche, la veremos brillar como estrellas. ¿Te gustaría ir?", dijo Luzia.

Así, Luzia y Don Rufián, con Amigo en el medio, caminaron hacia la cueva. Sin embargo, en el camino, se encontraron con un grupo de animales asustados.

"¿Qué sucede, amigos?", preguntó Luzia.

"Un gran árbol cayó y bloqueó nuestro camino al agua", explicó un mono angustiado.

"¡No podemos acceder a la fuente!", añadió una tortuga.

Luzia miró a Don Rufián.

"¿Podrías ayudarnos?", le preguntó.

"¿Yo? Pero...", empezó a protestar él.

"Por favor. Sé que dentro tuyo hay alguien que quiere ayudar. ¡Y yo creo en vos!", le dijo Luzia con ternura.

Don Rufián sintió que un calor lo invadía. Recordó aquellos días en los que a él también le gustaba ayudar a los animales.

"Está bien. Intentaré ayudar", dijo, aliviado por la carga de la decisión.

Con esfuerzo y trabajo en equipo, lograron mover el tronco. Los animales, agradecidos, empezaron a alabarles. Don Rufián sonrió, algo que no hacía desde hacía mucho tiempo.

"Gracias, Luzia. Nunca pensé que podría hacer algo así", dijo el hombre, sorprendido por su propio valor.

"Nadie se da cuenta de lo mucho que necesitan. Todos tienen un lugar en la selva", respondió la niña.

Finalmente, llegaron a la cueva de las luciérnagas. Era un espectáculo hermoso. Las luces parecían bailar en la oscuridad.

"Es maravilloso, Luzia. Es tan... mágico", dijo Don Rufián.

"Sí. A veces, la belleza se encuentra cuando abrimos nuestro corazón", le respondió Luzia.

Cuando regresaron a la cabaña, Don Rufián se despidió, pero ahora sabía que la vida podía ser diferente si él se lo proponía. Mientras Luzia miraba con una sonrisa a su amigo, su abuela apareció.

"¿Dónde estabas, Luzia?", preguntó la abuela, visiblemente preocupada.

"¡Conocí a Don Rufián! Hicimos cosas maravillosas juntos", dijo la niña.

"¡Espera! ¿Te refieres al hombre malvado?", exclamó su abuela.

"Sí, pero creo que dentro de él hay una chispa de bondad", respondió Luzia.

A partir de ese día, Luzia y Don Rufián comenzaron a verse regularmente. Cada encuentro les enseñaba algo nuevo a ambos. La dulzura de la niña ayudó a que el hombre malvado se transformara en un buen amigo de la selva. Y su abuela, al verlo sonreír, finalmente entendió que las segundas oportunidades a veces traen consigo grandes cambios.

Y así, no sólo la selva se convirtió en un lugar de esplendor y amistad, sino que también aprendieron que cada uno tiene el poder de cambiar, y que los pequeños gestos de bondad pueden iluminar incluso los corazones más sombríos.

FIN.

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