El Resplandor de Scroge



Había una vez en un pequeño pueblo un hombre anciano llamado Don Ernesto Scroge. Con 79 años, Don Ernesto era conocido por ser el más avaro de todos. Su esmoquin siempre estaba impecable y en su cabeza llevaba un sombrero viejo, pero él jamás dejaba que nadie se acercara a su tesoro: una pequeña vela que nunca apagaba, su fiel compañera.

A Don Ernesto no le gustaba la Navidad. La veía como una época de gasto innecesario y ruidos molestos. Cada año, cerraba su puerta, dejando a la alegría y la música lejos de su hogar. "¿Qué sentido tiene gastar en cosas inservibles?", se decía mientras contaba su dinero en la soledad de su habitación.

Una noche de diciembre, mientras las luces de la ciudad parpadeaban y los villancicos resonaban por las calles, su vela, que había recibido el nombre de Scroge, comenzó a brillar intensamente. Esto llamó la atención de Don Ernesto, que la miró confundido.

"¿Qué te pasa, Scroge?", preguntó.

De repente, tres luces brillantes aparecieron en su habitación. Eran los fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras, preparados para mostrarle la verdad sobre su vida.

El primero, el fantasma de las Navidades Pasadas, llevó a Don Ernesto a un viaje en el tiempo.

"Mirá, Ernesto. Aquí estás de niño, disfrutando de los festejos con tus amigos. ¿Ves cómo brillas de alegría?", dijo el fantasma, señalando a un joven Ernesto riendo entre sus compañeros.

Con lágrimas en los ojos, Don Ernesto recordó lo divertido que era compartir y disfrutar juntos. El fantasma continuó:

"No siempre fuiste avaro. Antes anhelabas la compañía de los demás."

Luego, el fantasma de las Navidades Presentes apareció, llevando a Don Ernesto por las calles del pueblo.

"Mirá a los niños jugando y riendo. Muchos de ellos no tienen suficiente para celebrar la Navidad, pero sus sonrisas son inmensas. ¿Ves cómo pasan la Navidad juntos, ayudándose unos a otros?"

Don Ernesto sintió una punzada en su corazón, mientras observaba a su vecino Juan cargando cajas de comida para las familias necesitadas.

"Siempre puedes ayudar, Ernesto. No se trata solo de lo que tienes, sino de lo que compartís."

Finalmente, el último fantasma, el de las Navidades Futuras, mostró a Don Ernesto su soledad.

"Este será tu destino si continuás así, siempre solo, sin amigos. Toda tu riqueza no te traerá compañía", dijo el fantasma, señalando un futuro sombrío y vacío.

Don Ernesto sintió miedo y tristeza.

"¡No, por favor! No quiero eso. Quiero cambiar, quiero conocer a los demás. "

Al despertarse al día siguiente, la luz de la reparación brillaba en su corazón. Sin pensarlo, encendió su fiel vela, Scroge, y decidió salir al mundo.

"Voy a invitar a los vecinos a mi casa. Es tiempo de celebrar la Navidad juntos", se dijo a sí mismo.

Compró regalos, preparó una gran cena, y decoró su hogar con luces brillantes. La tarde llegó y, para su sorpresa, muchos de sus vecinos se presentaron, sonriendo y llenos de alegría.

"¡Don Ernesto! ¡Qué lindo que abrió las puertas de su casa!", gritó Juan

"Nunca es tarde para cambiar, amigos", respondió con una sonrisa sincera.

El aire se llenó de risas y villancicos; Don Ernesto sentía que su corazón latía más rápido con cada momento compartido. Miró a todos alrededor y se dio cuenta de que la verdadera riqueza no estaba en su habito, sino en las conexiones que creaba.

Desde ese día, Don Ernesto nunca más fue avaro. Se convirtió en un miembro activo de la comunidad, organizando actividades y ayudando a aquellos que más lo necesitaban. Su sombrero y su vela ya no eran símbolos de soledad, sino de amistad y generosidad.

Y cada Navidad, su hogar era el centro de celebración, donde todos eran bienvenidos. Don Ernesto había encontrado la verdadera esencia de la Navidad: la alegría de dar, compartir y amar.

Y así, el viejo Scroge aprendió que a veces, la vida solo necesita un pequeño empujón para iluminarse.

FIN.

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