El Rey y el Espejo Mágico



Había una vez en una tierra muy lejana, un pequeño pueblo llamado Brillantez. En él vivía un rey presuntuoso, el Rey Alberto. Su palacio era el más hermoso del reino, con grandes pasillos y paredes de cristal que reflejaban la luz del sol creando mil colores en el aire. Sin embargo, a pesar de su riqueza y de su imponente castillo, el rey sentía un vacío en su corazón.

El Rey Alberto quería ser admirado por todos, pero su orgullo lo aislaba. Hay quienes decían que solo se preocupaba por sí mismo y no por su pueblo. Cada vez que los aldeanos lo veían pasar por las calles, lo hacían con la cabeza baja, temerosos de su mirada.

Un día, mientras caminaba por el bosque buscando un poco de paz, el rey se encontró con un espejito mágico.

"¡Hola! Soy el Espejo de la Verdad" - dijo el espejito con voz melodiosa.

"¿Qué quieres de mí?" - preguntó el Rey Alberto con curiosidad.

"Puedo mostrarte lo que realmente piensan los demás de ti. Pero ten cuidado, porque la verdad puede ser difícil de escuchar".

El rey, intrigado, accedió a mirar. Cuando se asomó, el espejito mostró imágenes de su pueblo. Primero vio a los niños jugando y riendo. Luego, se acercó la imagen de una anciana que decía:

"El rey nunca nos escucha, solo piensa en él mismo".

El corazón del rey se encogió.

"¿Cómo puede ser esto?" - preguntó angustiado.

"No siempre ser admirado significa que se es querido. La verdadera admiración se gana, no se exige" - respondió el Espejo de la Verdad.

El rey se sintió abrumado por las palabras del espejo. Regresó a su palacio, pero esa noche no pudo dormir. Decidió que quería cambiar. Al día siguiente, se disfrazó de un aldeano y salió a conocer su pueblo.

"¡Hola! Soy un viajero, cuéntenme, ¿qué piensan del rey?" - preguntó.

Las personas, al principio sorprendidas, comenzaron a hablar más libremente.

"Es un rey que solo quiere ser admirado, pero no se preocupa por nosotros", dijo un niño.

"Solo piensa en celebrar fiestas lujosas y no en cómo mejorar nuestras vidas" - añadió una mujer.

El Rey Alberto, escuchando las opiniones sinceras de su pueblo, se dio cuenta de que el cambio debía iniciar en él mismo.

Entonces, decidió poner manos a la obra. Regresó a su palacio y comenzó a organizar reuniones con su pueblo, preguntando cómo podría ayudarles.

"Voy a construir escuelas, vamos a tener atención médica y, lo más importante, haré que se escuchen todas sus voces" - proclamó.

Poco a poco, el pueblo empezó a notar el cambio en el rey. Las fiestas lujosas fueron reemplazadas por celebraciones sencillas donde todos podían participar. El rey sonreía al ver a sus súbditos felices.

Con el tiempo, la gente comenzó a admirarlo de verdad. Ya no era solo un rey presuntuoso, sino un rey justo y generoso. Su corazón, una vez vacío, comenzó a llenarse de la alegría de su pueblo.

"¡Gracias, Rey Alberto! Ahora sí somos felices" - decían los niños, mientras él les regalaba sonrisas y abrazos.

Así, el Rey Alberto descubrió que la verdadera admiración se construye a través de acciones desinteresadas y amor al prójimo. El espejito mágico también sonrió, feliz de haber ayudado al rey a encontrar su verdadera esencia.

Y así, en Brillantez, la pequeña aldea se convirtió en un lugar lleno de alegría, donde el rey, su pueblo y el espejito vivieron muchos años felices. Nunca olvidaron la lección del rey, que comenzó como un rey presuntuoso, pero terminó siendo un rey querido y admirado por su bondad.

FIN.

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