El santuario alado del kiwi



Había una vez tres amigos llamados Max, Álvaro y Alejandro que vivían en un pequeño pueblo rodeado de naturaleza. Un día, mientras paseaban por el bosque, se encontraron con un ave kiwi que parecía estar en peligro.

El pobre animalito no podía volar y los niños supieron de inmediato que debían ayudarlo. - ¡Miren chicos, es un kiwi! -exclamó emocionado Max al ver al ave indefensa.

- Debemos hacer algo para salvarlo y protegerlo de la extinción -dijo Álvaro preocupado. - Tengo una idea brillante, ¿qué tal si construimos un santuario para aves kiwi? Así podríamos cuidar a este amigo y a otros que necesiten ayuda -propuso Alejandro entusiasmado.

Los tres amigos se pusieron manos a la obra y con la ayuda de sus familias lograron construir un hermoso santuario en medio del bosque.

Prepararon alimentos especiales para el kiwi, crearon espacios seguros para que pudiera moverse libremente y se aseguraron de brindarle todo el amor y cuidados que necesitaba. Con el paso del tiempo, el kiwi comenzó a confiar en los niños y les demostraba su cariño con pequeños gestos.

A pesar de no poder volar, era feliz en su nuevo hogar gracias al amor y dedicación de Max, Álvaro y Alejandro. Un día, mientras jugaban cerca del santuario, escucharon un ruido extraño proveniente del cielo. Al mirar hacia arriba vieron un grupo de aves migratorias volando juntas en formación.

- ¡Qué increíble sería poder volar como esas aves! -suspiró Max soñadoramente. - ¡Ya sé! Podemos construir unas alas gigantes con ramas y hojas secas para ayudar al kiwi a cumplir su sueño de volar aunque sea por un momento -sugirió Álvaro emocionado.

Los tres amigos trabajaron arduamente durante días para crear unas alas lo suficientemente grandes y resistentes para el kiwi. Cuando finalmente terminaron, colocaron las alas improvisadas sobre el cuerpo del ave e intentaron levantarlo suavemente.

Para sorpresa de todos, el kiwi batió sus alas con fuerza e inició un vuelo corto pero lleno de alegría alrededor del santuario. Los niños saltaban emocionados viendo cómo su amigo cumplía su anhelado sueño de volar.

Desde ese día, el kiwi seguía practicando cada vez que podía con sus nuevas alas mientras los niños lo animaban desde abajo.

Aunque no pudiera volar como las otras aves, había encontrado una forma especial de surcar los cielos gracias al amor incondicional de Max, Álvaro y Alejandro. Y así, entre risas y juegos bajo la sombra del bosque, los cuatro amigos demostraron que juntos podían superar cualquier obstáculo y hacer realidad los sueños más extraordinarios.

El santuario se convirtió en un refugio seguro no solo para el valiente kiwi sino también para todas las criaturas vulnerables que necesitaban protección y cariño.

FIN.

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