En un hermoso bosque vivía el simpático sapito Antonio, quien era conocido por su amor hacia las chirimoyas y su gran aversión hacia las rosas.
Antonio siempre se deleitaba con el dulce sabor de las chirimoyas que encontraba en el bosque, pero evitaba a toda costa acercarse a las rosas debido a su temor a ser pinchado por sus espinas.
Sin embargo, un día, mientras comía tranquilamente una chirimoya, una brisa movió una rama y una rosa cercana le espino.
El pobre sapito sintió un agudo dolor y no pudo contener las lágrimas.
-¡Ay!
Me espino la rosa!
-lloró desconsoladamente Antonio, con lágrimas brotando de sus ojitos.
A su lado se acercó Carlitos, un simpático conejo del bosque, quien al ver a Antonio llorando, decidió acercarse para consolarlo.
-¿Qué te sucede, Antonio?
-preguntó Carlitos con preocupación.
-Me espino la rosa y no puedo parar de llorar -respondió el sapito entre sollozos.
-Tranquilo, amigo, yo te ayudaré a curar esa herida.
Sin perder tiempo, Carlitos buscó algunas hojas de llantén y las aplicó sobre la herida de Antonio, lo cual le ayudó a aliviar el dolor.
-Gracias, Carlitos, ¿cómo supiste qué hacer?
-preguntó Antonio, sorprendido.
-Aprendí esto de mi abuelita cuando me lastimé en el bosque.
Siempre es bueno saber cómo cuidar de uno mismo y de los demás.
Desde entonces, Antonio comprendió la importancia de ser amable y solidario con los demás seres del bosque, a pesar de sus diferencias.
Aprendió a superar su miedo a las rosas y a valorar la amistad y el apoyo de sus compañeros.
La amistad entre Antonio y Carlitos se fortaleció, y juntos exploraron el bosque, compartieron aventuras y cuidaron uno del otro.
Antonio nunca más volvió a llorar por una espina de rosa, y cada vez que veía una, recordaba la importancia de estar dispuesto a ayudar a los demás.
Y así, el bosque se llenó de alegría, amistad y solidaridad.
Los animales aprendieron a convivir en armonía, sin importar sus diferencias, convirtiendo el bosque en un lugar maravilloso donde la amistad y el cuidado mutuo reinaban.
Fin.