El Secreto de la Iglesia Encantada



Había una vez una niña llamada Carla, alegre y curiosa, que vivía en un pequeño pueblo rodeado de campos verdes y montañas. Un día soleado, su abuela la invitó a visitar la antigua iglesia del lugar.

Carla aceptó emocionada, ansiosa por descubrir qué secretos guardaba aquel misterioso edificio de piedra. Al entrar por las grandes puertas de madera, los ojos de Carla se abrieron como platos al contemplar la belleza del interior.

El altar estaba decorado con un mantel blanco impecable y velas encendidas que parpadeaban suavemente. El ambón destacaba en el centro, con una biblia abierta esperando ser leída.

Carla caminaba despacio, admirando las vidrieras coloridas que dejaban entrar rayos de luz dorada en la penumbra de la iglesia. Se detuvo frente al cirio pascual, cuya llama brillante parecía bailar con alegría. Luego observó el sagrario, donde se guardaba el pan y el vino para la celebración de la eucaristía.

-Abuela, ¿por qué esta iglesia se siente tan especial? -preguntó Carla con asombro en sus ojos. -La iglesia es como un refugio para el alma, querida -respondió su abuela con ternura-.

Aquí encontramos paz y tranquilidad, podemos reflexionar y conectar con algo más grande que nosotros mismos. Carla escuchaba atentamente las palabras de su abuela mientras seguían recorriendo el lugar sagrado. De repente, un ruido proveniente del coro hizo que se detuvieran sorprendidas.

Se acercaron con cautela y descubrieron a un grupo de gatos callejeros refugiados allí. -¡Mira abuela! ¡Son gatitos! -exclamó Carla emocionada al ver las tiernas criaturas entre los bancos de madera.

La abuela sonrió ante la escena y juntas decidieron llevar comida para los gatitos cada vez que visitaran la iglesia.

Con el tiempo, los felinos se convirtieron en compañeros fieles del lugar, recibiendo cariño no solo de Carla y su abuela sino también de otros feligreses que acudían a rezar o simplemente a disfrutar del ambiente sereno del templo. Así, Carla aprendió una valiosa lección: que la belleza y la paz pueden encontrarse en los lugares más inesperados; solo hace falta abrir el corazón y dejar que la luz ilumine nuestro camino.

Y cada vez que entraba en aquella iglesia junto a su abuela, sentía cómo su alma se llenaba de amor y gratitud por las pequeñas maravillas que les rodeaban.

FIN.

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