El Tesoro de Jorge
Me llamo Jorge y soy un papá orgulloso de mis dos hijas: Nan y María. Un día, después de una larga jornada de trabajo, fui a la cantina del barrio. Era una noche nublada y las luces parpadeaban, pero eso no me importaba tanto como el estómago vacío que llevaba. Mientras estaba allí, un hombre muy apuesto y elegante se acercó a mí. Su sonrisa era deslumbrante, y sus ojos brillaban como el oro.
"Hola, amigo. ¿Te gustaría unirte a mí?" - me dijo, ofreciéndome un vaso de un líquido dorado.
Decidí sentarme con él, intrigado por su presencia. A medida que charlamos, me fue contando historias sobre tesoros escondidos en lugares lejanos.
"¿Sabías que el oro puede comprarte muchas cosas?" - me preguntó con una risa suave. "Tengo aquí una caja llena de oro, solo necesito que me des algo a cambio."
Sacó una caja sorprendemente brillante y la abrió para mostrármela. Dentro había monedas de oro relucientes que no podía dejar de mirar.
"Esto podría ser tuyo. Solo necesito que me des algo que realmente valoras. ¿Qué me dirías de una de tus hijas?" - continuó, enunciando su proposición como si fuera el negocio más sencillo del mundo.
Al escuchar eso, sentí una punzada en mi corazón. Pensé en lo mal que estaba económicamente y en cómo podría cambiar nuestra vida con ese oro, pero a la vez, no podía imaginar perder a una de mis hijas.
"¿Cómprame algo que no tenga precio!" - le respondí, decidido a no hacer ese trato.
Él frunció el ceño, pero rápidamente cambió de táctica.
"Imagina que con este oro podrías llevarlas al mejor colegio, darles todo lo que desean, hasta incluso viajar por el mundo. ¿No crees que valdría la pena?" - me tentó.
Fue entonces cuando me sentí más atrapado. Pero mi amor por ellas me hizo recordar que las cosas materiales no pueden llenar el vacío que se siente al perder a alguien querido.
Con firmeza, le dije: "El oro puede comprar muchas cosas, pero no puede llenar el amor que tengo por mis hijas. No, no puedo perder a Ana o a María por un puñado de monedas."
De repente, el hombre apuesto mostró una sonrisa que me heló la sangre.
"Si insistes, entonces tendré que irme y buscar a otro. Pero recuerda, el oro de verdad se encuentra en el amor y en la unión familiar."
Y en ese momento, desapareció en la penumbra de la cantina. Me quedé allí, aturdido, pero aliviado.
Al llegar a casa, vi a mis hijas jugando juntas. Me llené de gratitud. Entonces miré el cielo nublado y comprendí que el amor y la familia son el verdadero tesoro que uno puede tener.
"Papá, ¿qué te pasó?" - preguntó María al verme pensativo.
"Chicas, simplemente aprendí que la felicidad no se mide en oro, sino en los momentos que compartimos juntos." - les dije, abrazándolas con fuerza.
Aquella noche, decidí que, aunque las tentaciones pueden parecer atractivas, lo que realmente importa es aquello que no se puede comprar. Y así, cada día, recordamos que el mayor tesoro somos nosotros mismos, unidos en amor y risas.
Nunca olvidé aquella noche en la cantina, y cada vez que miro a mis hijas jugar, agradezco por haber tomado la decisión correcta. El diablo puede ofrecer regalos brillantes, pero lo que realmente vale la pena es lo que llevamos en el corazón.
FIN.