El Tesoro de la Amistad
Había una vez en un barrio muy colorido y alegre, dos niños llamados María y José. Eran inseparables, siempre estaban juntos y les encantaba compartir con sus amigos.
María era una niña risueña, con grandes ojos curiosos que brillaban como el sol. José, por su parte, era un niño valiente y aventurero, siempre listo para cualquier desafío.
Una tarde de verano, mientras paseaban por el parque con sus amigos Lucas y Sofía, vieron a un grupo de abuelitos sentados en un banco. Los abuelitos parecían tristes y solitarios. - ¡Qué triste se ven! -exclamó María con preocupación. - Sí, deberíamos hacer algo para alegrarles el día -propuso José con determinación.
Los cuatro amigos se acercaron a los abuelitos y les preguntaron si querían jugar a las cartas. Al principio los abuelitos dudaron, pero al ver la alegría y entusiasmo de los niños aceptaron encantados. Durante horas jugaron juntos, riendo y compartiendo historias.
Los abuelitos tenían tanto que contar: anécdotas de cuando eran jóvenes, consejos sabios y mucho cariño para dar.
María y José aprendieron mucho de ellos ese día: la importancia de escuchar a los demás, de valorar la experiencia de las personas mayores y sobre todo, cómo un pequeño gesto puede alegrarle el día a alguien. Al caer la tarde, los abuelitos agradecieron a los niños por haberles hecho pasar un día tan especial.
María y José se despidieron con una sonrisa en el rostro y el corazón lleno de felicidad. Desde ese día, María y José visitaban regularmente a los abuelitos del parque. Organizaban juegos, les ayudaban con las compras o simplemente pasaban tiempo charlando juntos.
La amistad entre ellos creció fuerte e indestructible. Un año después, llegó la primavera al barrio. Los árboles florecieron más hermosos que nunca y una brisa cálida soplaba en las calles empedradas.
En medio del parque se celebró una gran fiesta donde todos los vecinos compartieron comida casera, música alegre e historias divertidas.
María miraba emocionada a su alrededor: veía familias riendo juntas, amigos jugando felices y recordó aquel día en que decidió acercarse a los abuelitos del banco junto a José. - ¿Recuerdas cuando pensábamos que podíamos alegrarle el día solo a unos pocos? -le dijo José sonriendo-. Mira todo lo que logramos al compartir nuestra alegría con todos.
María asintió emocionada porque entendió que no importa cuán pequeños sean nuestros actos; siempre pueden traer luz al mundo de alguien más.
Y así fue como María anduvo feliz esa tarde entre sus vecinos queridos sabiendo que había encontrado la verdadera magia de compartir: hacer brillar el corazón de quienes nos rodean con amor incondicional.
FIN.