El Tropero y el Silbido del Viento



En un rincón remoto de la vasta pampa argentina, donde el cielo se extendía como un lienzo azul y los campos desbordaban de pasto verde, vivía Don Silvestre, un anciano tropero conocido por su sabiduría y su amor por los caballos.

A pesar de su edad, Don Silvestre era ágil y ávido de aventuras, pero la soledad lo acompañaba desde que su esposa se había marchado a las estrellas. Cada mañana, al salir de su humilde casa, escuchaba el susurro del viento entre los árboles y los suaves relinchos de sus caballos en el corral.

Una mañana, mientras preparaba su fiel caballo, un pequeño y animal perro llamado Pichón se acercó a él.

"¿Sabes, Pichón? Aveces los días son largos y el silencio es un compañero solitario. Pero tú has llegado y eso me alegra el corazón." - le dijo Don Silvestre mientras acariciaba la cabeza del perro.

Pichón movió la cola con alegría y vino a su lado, como si entendiera cada palabra.

Un día, mientras Don Silvestre cabalgaba por los campos, escuchó un llanto. Intrigado, siguió el sonido y encontró a un pequeño niño, desorientado y asustado.

"¿Qué te pasa, pequeño?" - preguntó el anciano.

"Me perdí, estoy buscando a mis papás y no sé cómo volver a casa." - contestó el niño con lágrimas en los ojos.

Don Silvestre, deseando ayudar, le dijo:

"No te preocupes, yo te ayudaré a encontrarlos. ¿Cómo te llamas?" -

"Me llamo Mateo. ¿Vamos a buscar a mis papás juntos?" - respondió el niño con un hilo de esperanza.

Así, Don Silvestre y Mateo partieron juntos, llevando a Pichón. En su travesía, el anciano enseñó al niño sobre la vida en el campo.

"Mira, Mateo, esos son los cardenales, ellos cantan en primavera. Y ahí, en el agua, están las ranas, siempre felices." - dijo mientras señalaba a los animales felices que llenaban la naturaleza.

Mateo sonreía y observaba con curiosidad, se sentía menos asustado y empezaba a disfrutar el viaje.

Sin embargo, al cabo de un rato, no encontraban el camino correcto. La preocupación se apoderó de Mateo.

"¿Y si no encuentro a mis papás?" - preguntó preocupado.

Don Silvestre se agachó y miró al niño a los ojos.

"A veces, tenemos que buscar dentro de nosotros para encontrar respuestas. ¿Recuerdas cómo te has reído al ver las ranas? ¿O cómo disfrutaste el canto de los pájaros?" - le hizo recordar.

Entonces, Mateo se acordó de un lugar en el pueblo donde a veces iba a jugar.

"¡La plaza! ¡Ahí está la fuente donde jugamos!" - exclamó con emoción.

El anciano sonrió.

"Entonces, vamos a la plaza, allí seguro encontrarás a tus papás." - afirmando con convicción.

Juntos cabalgaron más rápido, dejando atrás la tristeza. Al llegar, los ojos de Mateo brillaban con esperanza. Allí, entre risas y juegos, estaban sus padres buscando.

"¡Mamá! ¡Papá!" - gritó el niño con todo su ser, y corrió hacia ellos.

Sus padres lo abrazaron con lágrimas de alivio.

"Nunca dejaré de buscarte, hijo. Gracias, Don Silvestre, por cuidar de él!" - dijo la madre, con gratitud en sus ojos.

Don Silvestre sonrió y se despidió, sintiendo cómo la calidez de esta experiencia llenaba un pequeño rincón de su corazón. Cuando partió, Mateo le gritó:

"¡Siempre recordaré tu historia sobre las ranas y los cardenales! Gracias, amigo!"

Don Silvestre, con Pichón al lado, volvió a su hogar con una sonrisa. Descubrió que ayudar a otro lo llenó de alegría, y que los días en soledad se hacían más cortos cuando compartía su mundo.

Desde aquel día, el anciano y Mateo se volvieron amigos. Cada vez que el niño pasaba por el campo, visitaba a Don Silvestre, quien le enseñaba más sobre la vida en la naturaleza. Juntos exploraron, rieron y compartieron historias, llenando sus días de aventuras y aprendiendo el uno del otro.

Don Silvestre no solo ganó un amigo, sino también el entendimiento de que la soledad puede ser llevada de un modo diferente cuando se tiene a alguien con quien compartirla, y saber que cada día puede ser una nueva aventura.

FIN.

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