El Último Susurro de la Isla



En el año 2050, la Isla de Margarita había cambiado de una forma que todos sus antiguos habitantes no podían imaginar. Las playas que antes eran de un blanco resplandor y un agua cristalina, ahora lucían sombrías y cubiertas de residuos. Los manglares, esos vigilantes silenciosos que danzaban con el viento, se habían reducido a unos pocos retazos esparcidos. La vida marina había disminuido, y las especies que una vez habitaron la isla se encontraban casi extintas.

Un día, Tomás, un niño curioso de diez años, decidió explorar la costa. Mientras caminaba, encontró a su amigo Pablo, que estaba sentado junto a un tarro de basura.

"¡Pablo! ¿Qué hacés tan triste?" - preguntó Tomás.

"Mirá, amigo. No hay más peces. Ya no escucho el canto de las aves ni veo a las tortugas en la playa. Todo está seco y muerto. ¿Por qué no hacemos algo?" - respondió Pablo, mirando al mar gris.

"Pero... ¿qué podemos hacer nosotros?" - dudó Tomás, sintiendo un nudo en su estómago.

Decidieron ir a hablar con la anciana Margarita, la sabia de la isla que siempre tenía un cuento o un consejo.

"Abuela, ¡la isla se está muriendo!" - dijo Tomás, ansioso. "No quedan peces y los árboles están tristes".

"Eso es porque no cuidamos del lugar que nos da la vida. La tierra nos habla, pero no hemos querido escuchar" - respondió Margarita, y luego agregó: "Pero siempre hay esperanza".

Tomás se quedó pensando y, de repente, tuvo una idea.

"¡Hagamos un club! Un club de cuidadores de la isla. Podemos limpiar las playas y plantar árboles".

"¡Sí!" - exclamó Pablo, entusiasmado.

Así, Tomás y Pablo comenzaron su misión. Convocaron a otros niños del barrio y formaron el "Club de Guardianes de la Isla". Empezaron por recoger las botellas plásticas y el papel que ensuciaba la orilla del mar. Al principio, solo lograron juntar un par de bolsas, pero pronto se sumaron más chicos y chicas, y el trabajo se volvió divertido.

"¡Vamos, Guardianes! El mar nos necesita!" - gritaban mientras reían y jugaban.

Un día, mientras limpiaban, encontraron un nido de tortuga enterrado en la arena. Los niños se agacharon, asombrados.

"¡Mirá! ¡Tortugas!" - exclamó una de las chicas.

"¡Debemos protegerlas!" - dijo Tomás.

"¡Sí! Vamos a cuidarlas y ayudar a que nazcan!" - indicó Pablo.

A partir de ese momento, los niños no solo limpiaron las playas, sino que también ayudaron a que las tortugas se protegieran de los depredadores. Con mucho esfuerzo, las tortugas empezaron a regresar a la isla para anidar. Cada vez que un pequeño bebé tortuga lograba llegar al agua, los niños lo celebraban como un triunfo.

Los días pasaron, y el mar comenzó a mostrar señales de vida nuevamente. Algunas aves regresaron, y los peces empezaron a aparecer. La lluvia trajo nuevo verdor a los manglares, que también querían reponerse de un pasado tan descuidado.

"Mirá, Tomás, ya hay más colores en el agua" - dijo Pablo un día, emocionado.

"Sí, amigo. ¡Nosotros hicimos esto!" - sonrió Tomás.

La isla no regresó de un día para el otro, pero los esfuerzos del Club de Guardianes comenzaron a verse y a escucharse en los rincones más lejanos de Margarita. Margarita, la anciana sabia, no podía más que sonreír al ver cómo los niños habían cambiado su hogar.

"Dicen que quien cuida la tierra, siempre tiene recompensa. Ustedes lo han demostrado" - les dijo un día.

"Esta es la Isla de Margarita, y debemos seguir cuidándola siempre!" - gritaron los chicos todos juntos, sintiéndose como verdaderos héroes de la naturaleza.

Así, la Isla de Margarita, aunque herida, comenzó a sanar gracias al amor y esfuerzo de un grupo de niños valientes. Solo había que recordar: cuidar es querer, y la naturaleza siempre regresa si le damos una oportunidad. Todos aprendieron que, si cada uno hace su parte, el cambio siempre es posible.

Y así, con el paso de los años, la Isla de Margarita floreció como nunca, convirtiéndose en un lugar donde la esperanza y la alegría comenzaron a renacer, justo en el corazón de sus pequeños cuidadores.

FIN.

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