El valiente Fausto y su aventura con la brocha
Había una vez un niño llamado Fausto Rocha, aunque todos en el vecindario lo conocían como "nena morocha". El apodo le venía de su cabello negro y rizado que siempre hacía juego con su alegre personalidad. A Fausto le encantaba pintar, y su herramienta favorita era... ¡una brocha! Disfrutaba pasar horas en el patio, creando mundos llenos de colores con su imaginación. Pero a veces, Fausto se portaba un poco inquieto, lo que le traía ciertas preocupaciones a su mamá.
Una tarde, mientras Fausto estaba pintando un paisaje que incluía un unicornio volador y una ciudad llena de caramelos, su mamá entró a la casa y le dio un aviso:
"Portate bien, morocha, porque si no te voy a dar con la brocha."
Fausto, en lugar de asustarse, soltó una risita. Sabía que su mamá nunca le daría con la brocha, pero le hizo pensar en lo que era realmente portarse bien.
En eso, el tío Carlos, hermano de su mamá, llegó a visitarlos. Era conocido por sus locuras y ocurrencias. Cuando vio a Fausto pintando, se acercó con una gran sonrisa.
"¿Qué hacés, campeón?
- ¡Hola, tío! Estoy pintando un mundo mágico. ¿Ves ese dragón de allí?
- ¡Claro! Pero, morocha, ¿sabías que el dragón también tiene que aprender a ser bueno?
- ¿Cómo es eso, tío?
- Te cuento... Cuando él se porta mal, sus colores se desvanecen. Le pasa lo mismo a la gente, si no comportamos bien, perdemos nuestra brillosidad y alegría."
Fausto comenzó a reflexionar y, mientras lo hacía, sintió que el cielo se nublaba. El viento comenzó a soplar más fuerte y, de repente, escuchó un grito de auxilio. Era un pajarito que había quedado atrapado en una rama, luchando por liberarse.
"¡Mamá! ¡El pajarito!" gritó Fausto. Su mamá lo miró, sorprendida por la situación.
"Rápido, morocha, vamos a ayudarlo."
Ambos corrieron hacia el árbol. Fausto pensó en su brocha y cómo podía usarla para ayudar al pajarito.
"Tío, ¿tú puedes sostener la rama mientras yo intento liberarlo?"
"¡Por supuesto, campeón!" dijo el tío Carlos.
Con mucho cuidado, Fausto la tomó y comenzó a mover la rama para ayudar al pajarito a salir.
"¡Vamos, pajarito! ¡Tú puedes!"
"¡Bien, morocha, estás haciendo un gran trabajo!" alentó su mamá.
Finalmente, el pajarito se liberó y voló alto, llenando el cielo de alegría y trinos. Fausto sintió una gran felicidad en su pecho.
"¡Lo logramos!" exclamó, abrazando a su mamá y a su tío.
"¿Ves lo importante que es ayudar y portarse bien? El dragón y el pajarito aprendieron de vos hoy, Fausto.
"Sí, siempre es bueno hacer lo correcto. Aunque a veces no me acuerdo..." respondió, bajando la mirada.
"No te preocupes, morocha. Todos podemos aprender y mejorar. La verdadera magia está en el corazón. ¡Y la brocha sirve para dar color a todo lo que hacemos!"
Desde ese día, Fausto no solo se dedicó a pintar cosas divertidas, sino que también empezó a ayudar a sus amigos y familiares. Se convirtió en un ejemplo de bondad en el vecindario. La brocha, que antes solo simbolizaba un juego, se transformó en su herramienta para pintar un mundo más amable.
Así, cada vez que Fausto escuchaba a su mamá decir que le iba a dar con la brocha, recordaba que lo más lindo era compartir el arte de ayudar a los demás y hacer sonreír a todos a su alrededor.
Y así, el niño "nena morocha" se convirtió en el héroe del barrio y siempre recordaría que el verdadero brillo en la vida se logra cuando se eligen hacer las cosas bien.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.