El viaje de Martina


Había una vez en un pequeño pueblo rodeado de verdes campos y montañas, una niña llamada Martina.

Martina vivía con su abuela en una humilde casita de adobe, donde pasaba sus días cuidando de las ovejas y jugando entre los árboles frutales. Un día, mientras recogía leña en el bosque, Martina encontró una carta dirigida a su abuela. En ella, se enteró de que su mamá vivía en la gran ciudad y quería conocerla.

La noticia llenó de emoción el corazón de la niña campesina, quien decidió emprender un viaje hacia lo desconocido para encontrar a su madre.

Con una mochila al hombro y muchas ilusiones en el corazón, Martina se despidió de su abuela y emprendió el camino hacia la ciudad. El trayecto fue largo y lleno de aventuras: cruzó ríos caudalosos, escaló montañas nevadas y se enfrentó a animales salvajes.

Pero nada detuvo a la valiente niña en su misión de encontrar a su mamá. Finalmente, después de días de viaje, Martina llegó a la bulliciosa ciudad. Quedó maravillada por los altos edificios, las luces brillantes y el constante ir y venir de personas por las calles.

Sin embargo, también se sintió abrumada por el ruido y la prisa que reinaban en aquel lugar tan distinto a su hogar. Martina recordaba apenas algunas imágenes borrosas de su madre cuando era muy pequeña.

No sabía cómo luciría ahora ni dónde podría encontrarla en medio de esa inmensa urbe. Con determinación, comenzó a recorrer las calles preguntando a cada persona si conocían a su mamá. "Disculpe señora ¿ha visto usted a mi mamá? Se llama Carolina", preguntaba Martina con timidez.

La gente solo le respondía con indiferencia o le decían que no tenían tiempo para ayudarla. La niña empezaba a desesperarse cuando vio a un policía parado en una esquina.

"Señor policía ¿podrías ayudarme? Estoy buscando desesperadamente a mi mamá", dijo Martina con lágrimas en los ojos. El policía miró con ternura a la niña y decidió acompañarla en su búsqueda. Recorrieron juntos calles y plazas hasta que finalmente llegaron al parque central.

Allí vieron sentada en un banco solitario a una mujer joven que parecía perdida en sus pensamientos.

Martina sintió un vuelco en el corazón al reconocer los ojos color avellana que tanto anhelaba ver desde hacía tanto tiempo: eran los mismos ojos que veía reflejados cada mañana frente al espejo. "¿Mamá?", balbuceó Martina tímidamente mientras corría hacia ella con los brazos abiertos. La mujer levantó la mirada sorprendida al escuchar aquella voz dulce pronunciar esa palabra tan esperada durante años.

"¡Martinita! ¡Eres tú!", exclamó emocionada mientras recibía entre sus brazos a la hija que había estado buscando sin cesar desde que se separaron años atrás. Madre e hija se fundieron entonces en un cálido abrazo lleno de amor y complicidad.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras compartían historias perdidas entre risas y palabras entrecortadas. "Nunca más nos separaremos", prometió la madre acariciando tiernamente el rostro sucio pero radiante de felicidad de Martina.

Desde ese día, Martina dejó atrás su vida campesina para iniciar una nueva etapa junto a su madre en la gran ciudad.

Aunque extrañaba los campos verdes y las ovejas juguetonas, sabía que ahora tenía algo aún más importante: el amor incondicional de quien siempre estuvo ahí esperándola con los brazos abiertos.

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