El viaje de Mateo


Había una vez un niño llamado Mateo, que vivía en una pequeña ciudad. Siempre se le había enseñado que Dios estaba en todas partes y que podía hablar con él a través de la oración.

Aunque nunca lo había visto físicamente, Mateo creía profundamente en su existencia. Un día, mientras paseaba por el parque, Mateo comenzó a imaginar cómo sería si pudiera ver a Dios frente a frente.

Cerró los ojos y se concentró tanto en su deseo que algo mágico sucedió: ¡un niño luminoso apareció de repente frente a él! El niño luminoso tenía cabello brillante como el sol y ojos resplandecientes como estrellas.

Se presentó como Lucas y explicó que venía de otro mundo donde también creían en la existencia de Dios. Mateo quedó asombrado al descubrir esto y preguntó: "Lucas, ¿cómo es posible? Siempre pensé que solo nosotros aquí en la Tierra creíamos en Dios".

Lucas sonrió y respondió: "Mi querido amigo terrícola, aunque nuestros mundos sean diferentes, todos compartimos el mismo amor por Dios. Él existe más allá de las fronteras del espacio y del tiempo".

Intrigados por esta revelación, Mateo y Lucas decidieron embarcarse juntos en una aventura para explorar diferentes lugares e investigar cómo las personas honraban a Dios en cada uno de ellos. Su primera parada fue un hermoso templo budista. Allí encontraron personas meditando pacíficamente mientras ofrecían sus rezos al Buda.

Los niños aprendieron sobre la importancia de encontrar paz interior para conectarse con lo divino. Luego visitaron una sinagoga judía, donde observaron cómo las personas cantaban y danzaban mientras celebraban el Shabat.

Mateo y Lucas se dieron cuenta de la alegría que se sentía al honrar a Dios a través de la música y la comunidad. Su siguiente destino fue una mezquita islámica. Allí vieron a fieles rezando juntos en dirección a La Meca.

Los niños aprendieron sobre la importancia de la humildad y la entrega total en su relación con Dios. Después, visitaron una iglesia cristiana donde escucharon hermosos coros cantando himnos de alabanza.

Mateo y Lucas entendieron que cada tradición religiosa tenía su propia forma única de adorar a Dios, pero todos compartían el mismo amor y respeto por Él.

A medida que continuaban su viaje, los niños también descubrieron pequeñas capillas en medio del bosque, altares improvisados en hogares e incluso personas solitarias orando en silencio bajo un cielo estrellado. En cada lugar que visitaban, Mateo y Lucas encontraban diferentes expresiones de fe hacia Dios.

Esto les enseñó que no importaba dónde estuvieran o cómo creyeran las personas; todos podían conectarse con lo divino si abrían sus corazones con sinceridad. Al finalizar su aventura, Mateo y Lucas regresaron al parque donde todo había comenzado.

Se despidieron sabiendo que habían aprendido algo muy especial: Dios está presente en todas partes del universo, sin importar quiénes sean ni cómo lo llamen. Mateo sonrió emocionado mientras decía: "Lucas, ahora entiendo mejor mi fe. No importa si somos terrícolas o luminosos, todos compartimos el mismo amor por Dios". Lucas asintió y respondió: "Así es, Mateo.

La fe nos une y nos recuerda que nunca estamos solos, porque Dios siempre está con nosotros". Los dos amigos se abrazaron antes de desaparecer en la luz brillante del atardecer.

Mateo sabía que su encuentro con Lucas había sido un regalo especial, uno que lo ayudaría a seguir creciendo en su relación con Dios. Desde aquel día, Mateo siguió orando y manteniendo viva su fe.

Siempre recordaba las enseñanzas de Lucas y cómo habían descubierto juntos que Dios existe en todas partes del universo. Y así, cada vez que veía una estrella brillando en el cielo nocturno, Mateo sonreía y susurraba: "Gracias por estar aquí, Dios".

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