El Viaje Musical de Lila



Había una vez, en un colorido barrio de Buenos Aires, una niña llamada Lila. Desde que era muy pequeña, Lila sentía un amor inmenso por la música. La escuchaba en la radio, en los festejos de su barrio, y sus pies siempre se movían al ritmo de las melodías que llenaban el aire. Pero había un problema: Lila no sabía tocar ningún instrumento ni cantar.

Un día, mientras paseaba por el parque, Lila escuchó a un grupo de niños tocando instrumentos. El sonido del violín, la guitarra y la percusión hacía que su corazón latiera más rápido.

"¡Qué lindo suena todo eso! Me encantaría poder tocar algo también" - dijo Lila con expresión de deseo.

Un niño del grupo, llamado Tomás, la escuchó y se acercó.

"¿Te gustaría aprender?" - le preguntó con entusiasmo.

"Pero no sé nada de música" - respondió Lila, un poco desanimada.

"No importa, todos empezamos desde cero. ¡Yo te puedo enseñar!" - dijo Tomás.

Así, Lila comenzó su aventura musical con la ayuda de Tomás. Cada día, después de clases, se reunían en el parque. Tomás le mostraba cómo utilizar objetos cotidianos como instrumentos. Con un palo y unas piedras, Lila aprendió a hacer ritmo.

"¡Escuchá!" - decía mientras marcaba el compás.

"¡Eso suena genial!" - respondía Tomás, emocionado.

Poco a poco, los otros niños del barrio comenzaron a unirse. Un día, se les acercó una niña llamada Sofía, quien también quería aprender.

"¿Puedo ser parte de su grupo? Me encanta hacer música con cosas de la casa" - pidió Sofía.

"¡Por supuesto! Cuantos más seamos, más divertido" - dijo Lila, sonriente.

Ahora eran un grupo de tres. Sofía trajo algunos frascos de vidrio que servían para hacer sonar diferentes notas.

"Mirá, si los golpeas suavemente, suena así" - explicó Sofía mientras emprendía una melodía.

La música se esparcía en el aire, y atraía a otros niños del vecindario, quienes empezaron a acercarse curioso y a sumarse. Se formó una banda improvisada, donde cada uno traía un objeto diferente: cucharas, cajas de cartón, e incluso botellas vacías.

Pero, una tarde, mientras todos ensayaban, un fuerte viento sopló y despejó todos los instrumentos improvisados.

"¡Oh no!" - exclamó Lila, viendo cómo sus herramientas musicales volaban por el aire.

Los niños se sintieron tristes, pero en vez de rendirse, Lila propuso una idea.

"¿Y si usamos nuestra voz?" - sugirió.

"¡Eso es! Pero no sé cantar..." - dijo Sofía, dudando.

"No importa, cantemos lo que sentimos. Vamos a intentarlo" - añadió Lila.

Así, se animaron y comenzaron a inventar canciones a partir de sonidos que hacían con sus cuerpos: palmas, chasquidos y hasta silbidos. Crearon una melodía alegre que inundó el parque.

Los vecinos se acercaron, sonriendo y aplaudiendo.

"¡Qué lindo! ¡Nunca había escuchado algo así!" - comentó una señora desde la vereda.

Los niños estaban tan emocionados que decidieron organizar un pequeño recital en el parque. Con la ayuda de los adultos, prepararon todo, desde carteles hasta refrescos.

El día del recital, el parque estaba lleno de gente. Lila, Tomás y Sofía se subieron a un pequeño escenario hecho con cajas de fruta y comenzaron a tocar con las manos y a cantar con todo su corazón.

"¡Esto es maravilloso!" - exclamó un niño del público, mientras bailaba.

Al finalizar, fueron llenados de aplausos.

"¡Gracias por enseñarnos a disfrutar de la música sin instrumentos!" - dijo una niña.

Lila sonrió, sintiéndose feliz.

"La música está en todos nosostros, sólo se necesita un poquito de creatividad" - respondió Lila, con ojos brillantes.

Y así, Lila aprendió que, a pesar de no saber tocar un instrumento ni cantar, el amor por la música podría unirse y ser compartido. No importaba cuán difícil pareciera algo; si uno ponía fuerza, colaboración y ganas, siempre se podía encontrar una manera de disfrutarlo y de hacerlo realidad.

FIN.

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