Felipe y la Aventura en el Parque



Era un día soleado y caluroso en el parque de la plaza. Felipe, un niño de solo 2 años, vestía una brillante remera roja que resplandecía bajo el sol. Con su sonrisa de oreja a oreja, corría de un lado a otro, disfrutando cada rincón del lugar. Había columpios, toboganes y, su favorito, una enorme estructura de juegos que parecía un castillo mágico.

Mientras Felipe exploraba, vio a su amiga Sofía, una niña de su misma edad que estaba jugando con arena en la caja de juegos.

- ¡Sofía! - gritó Felipe, moviendo sus bracitos con emoción.

- ¡Felipe! - respondió Sofía, levantando la mano para saludarlo.

Felipe corrió hacia ella.

- ¿Querés jugar conmigo? - le preguntó entusiasmado.

- ¡Sí, pero primero hacemos una torta de arena! - Sofía dijo con los ojos brillantes.

Los dos niños comenzaron a llenar moldes con arena, riendo y compartiendo la alegría del juego. De repente, un niño más grande que ellos, con una pelota roja, corrió por el lugar y, sin querer, le golpeó a Felipe en la cabeza. Felipe cayó de rodillas, sorprendido.

- ¡Ay! - exclamó Felipe, mientras un pequeño llanto comenzaba a asomarse.

- ¡No llores, Felipe! - dijo Sofía, acercándose. - Fue un accidente.

Felipe, con la remera roja llena de arena, miró a su amiga y, aunque las lágrimas asomaban, comenzó a sonreír nuevamente. Recordó lo divertido que había sido hacer la torta.

- ¡No importa! - gritó Felipe. - ¡Vamos a volver a jugar!

Sofía asintió con energía y continuaron haciendo su torta de arena, esta vez un poco más alejados de la pelota. Mientras jugaban, notaron que el niño que había hecho caer a Felipe parecía triste.

- ¡Hola! - dijo Sofía. - ¿Querés jugar con nosotros? -

- Yo... no sé... - contestó el niño, que se llamaba Lucas.

Felipe se acercó a él, aún con restos de arena en su cara.

- ¡Sí! ¡Es divertido hacer tortas! - dijo, ofreciendo uno de los moldes llenos de arena a Lucas.

Lucas sonrió, y aunque era un poco más grande, decidió unirse al juego. Pronto, los tres estaban riendo juntos, creando la torta de arena más grande que el parque había visto. La risa resonaba por el aire y, con cada rayo de sol, la amistad crecía.

Mientras estaban inmersos en su juego, de repente, comenzó a soplar una brisa fresca. Las hojas de los árboles comenzaron a moverse y los niños miraron hacia arriba, asombrados.

- ¡Miren! - exclamó Felipe. - ¡Las hojas bailan!

- ¡Sí! ¡Como nosotros! - agregó Sofía, levantándose y dando vueltas.

Los tres comenzaron a bailar y girar, como si fueran hojas volando en el viento. De repente, se pararon en seco y se dieron cuenta de que el tiempo había pasado volando.

- ¡Mamá, papá! - llamó Felipe, quien había olvidado que su papá lo había llevado al parque.

Sofía y Lucas lo miraron con curiosidad.

- ¿A dónde vas? - preguntó Lucas.

- A ver a mis papás. - respondió Felipe, moviendo sus bracitos.

- ¡Esperamos a que vuelvas! - dijo Sofía.

Felipe corrió hacia el lugar donde había dejado a su papá y, a los pocos minutos, volvió con una sonrisa aún más grande.

- ¡Miren! - dijo, señalando a su papá. - ¡Él dice que podemos ir a comprar helado! -

- ¡Yay! - gritaron Sofía y Lucas al unísono.

Los tres niños corrieron tras Felipe, llenos de alegría. Al llegar al carrito de helados, cada uno eligió su sabor favorito.

- ¡Qué día tan increíble! - suspiró Felipe mientras disfrutaban de sus helados.

- ¡Sí! - coincidieron Sofía y Lucas, riendo entre sí.

Ese día, no solo jugaron juntos, sino que también aprendieron la importancia de compartir, perdonar y que siempre hay espacio para nuevos amigos. Al caer el sol, el parque se llenó de risas y sonrisas brillantes, y los niños nunca olvidaron que el verdadero tesoro era la amistad y la diversión compartida. Felipe volvió a casa con su remera roja manchada, pero el corazón lleno de alegría.

Y así, cada vez que Felipe vestía su remera roja, recordaba su gran día en el parque, lleno de juegos, risas y nuevos amigos.

FIN.

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