Había una vez en un pequeño barrio de Buenos Aires, una niña llamada Guadalupe.
Era una chica muy alegre y juguetona, pero tenía un pequeño gran secreto: le tenía miedo a las cucharas.
No importaba si eran de metal, plástico o de madera, cuando veía una cuchara, su corazón se acelera y pasaba de la risa al llanto.
Esto, claro, generaba algunas dificultades, especialmente a la hora de comer.
Un día, su mamá le preparó un delicioso puré de calabaza.
Cuando Guadalupe vio la cuchara que la mamá puso en la mesa, sus piernas temblaron.
- "¡No, mamá!
No puedo!
Hay cucharas!" - exclamó, retrocediendo un paso.
- "Pero Gua, son solo cucharas.
No te harán nada.
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.
" - le dijo su mamá suavemente.
- "¿Por qué no hablamos de ello?"
Guadalupe se sentó en el suelo y pensó.
La verdad era que cada vez que veía una cuchara, le venían a la mente historias de gallinas que intentaban volar y se terminaban cayendo por culpa de un sorbete, una teoría que creó en su mente.
- "Es que.
.
.
no sé, me da miedo, como si quisieran llevarme a un lugar oscuro.
.
.
" - confesó Dios-
- "Entiendo, querida.
Pero ¿y si hacemos algo divertido con ellas?" - sugirió su mamá.
Esa idea quedó dando vueltas en la cabecita de Guadalupe.
Al día siguiente, decidió salir a jugar con sus amigos del barrio.
En el parque, vio a unas chicas haciendo una competencia de cucharas.
Le parecía raro, pero su curiosidad la llevó a acercarse.
- "¿De qué se trata esto?" - preguntó.
- "Estamos haciendo una carrera con cucharas!
Tenés que equilibrar un pingüino de cerámica en la cuchara y correr hasta la meta sin que se te caiga" - explicó una de las chicas.
La idea de una carrera la emocionó.
Aunque su miedo seguía presente, decidió que era hora de enfrentarlo.
- "¿Puedo intentar?" - pidió, sintiendo que su corazón latía con fuerza.
Con un poco de nerviosismo, tomó una cuchara con un pingüino en equilibrio.
La mirada de sus amigos la alentaba.
Al comenzar a correr, sintió el viento en su cara y, por primera vez, ya no pensaba en el miedo que le provocaban las cucharas.
Y para su sorpresa, llegó a la meta, con el pingüino firmemente en su cuchara.
Sus amigos aplaudieron.
- "¡Lo lograste, Guadalupe!
Sos una genia!" - gritó uno de ellos.
Guadalupe sonrió.
Era la primera vez que se sentía poderosa frente a su miedo.
Después de esa carrera, cada vez que se sentaba a la mesa, miraba las cucharas de una manera diferente.
Ya no eran criaturas aterradoras, sino herramientas que le permitían disfrutar de comidas ricas y compartir momentos especiales.
Un día, mientras comía un rico helado de frutilla, se dio cuenta de que podía hacer malabares con la cuchara mientras comía.
- "¡Mirá, mamá!" - exclamó.
- "¡Puedo jugar con las cucharas!"
Con el tiempo, Guadalupe se volvió una experta en su uso.
Finalmente, un día organizó un concurso de cucharas en su casa con amigos.
- "Hoy vamos a hacer volar cucharas" - dijo emocionada.
- "¡Preparados, listos, ya!"
Y así, una niña que antes temía a las cucharas, ahora las usaba para jugar y reír, demostrando que a veces, enfrentarse a nuestros miedos puede ayudarnos a descubrir cosas maravillosas.
Guadalupe aprendió que no hay que tenerle miedo a las cosas que parecen raras o distintas, porque muchas veces, detrás de esos miedos, se esconden grandes aventuras y momentos divertidos.
Y desde ese día, cada vez que veía una cuchara, sonreía recordando su historia y su triunfo ante el miedo.