Julio y Las Tres Monedas de Oro



Era un día soleado en el vecindario de Julio, un niño de diez años lleno de curiosidad y valentía. Mientras exploraba el bosque cercano, tropezó con algo que brillaba entre las hojas. Con un poco de esfuerzo, sacó una pequeña bolsa de tela que contenía tres relucientes monedas de oro. Se quedó maravillado y no podía creer su suerte.

"¡Mirá esto!", gritó emocionado a sus amigos que lo esperaban cerca.

"¡Son monedas de oro!", respondió Marta, su mejor amiga, con los ojos bien abiertos.

"¡Debemos ir a comprarnos cosas ricas!", comentó Lucas, otro amigo que ya estaba soñando con helados y golosinas.

Pero Julio se acordó de su madre, que había estado triste y preocupada desde que su padre se había ido del hogar. Su madre siempre le decía que lo más importante en la vida eran los momentos juntos, no las cosas materiales. Sintiendo el peso de la responsabilidad, decidió que debía usar las monedas de manera diferente.

"Chicos, no podemos gastar esto en golosinas. Tengo una idea mejor". Se armó de valor y les habló de su plan.

"Vamos a comprar algo que la haga sonreír", añadió con determinación.

Sus amigos dudaron un momento, pero luego se unieron a la idea de Julio. Eran un grupo unido, y juntos se pusieron a pensar en cómo podían alegrar a su mamá. Decidieron que con una de las monedas comprarían flores, con otra, un enorme pastel y con la tercera, un regalo que aún tenían que elegir.

Fueron a la tienda del barrio. La florista, Doña Rosa, era una mujer amable y sabia. Los niños le contaron su plan.

"¡Las flores son una excelente idea!", exclamó Doña Rosa mientras les mostraba un hermoso ramo de girasoles.

"¿Cuánto cuesta?", preguntó Julio.

"Dos monedas de oro", respondió ella.

Julio se miró a los ojos con sus amigos.

"¿Estamos de acuerdo?", les preguntó.

"Sí, claro", contestaron al unísono.

Así que Julio pagó las dos monedas y salió de la tienda con un hermoso ramo.

Luego, fueron pastelería. El dulce aroma de las tortas recién horneadas les hizo agua la boca. El dueño, Don Miguel, los saludó con una sonrisa.

"¿Qué desean, chicos?", preguntó.

"Queremos el pastel más grande que tenga", respondió Marta, salivando.

Don Miguel les mostró un pastel decorado con fresas y crema.

"Cuesta una moneda de oro".

Julio se sintió feliz de ver cómo sus amigos estaban disfrutando.

"Es perfecto. Lo compramos", dijo, entregando la última moneda.

Con flores y pastel en mano, decidieron que lo siguiente sería el regalo. Pero no tenían monedas. Entonces, se les ocurrió hacer un pequeño esfuerzo. Juntaron hojas y piedras del parque, armaron una tarjeta colorida y escribieron un mensaje de amor:

"Mamá, te amamos mucho. ¡Eres la mejor!".

Cuando regresaron a casa, encontraron a su madre sentada en la cocina con una expresión de cansancio. Al verla, Julio le entregó las flores.

"¡Mamá, estas son para vos!", dijo con entusiasmo.

"¿Qué son todas estas sorpresas?", preguntó ella con una sonrisa, sorprendida por los regalos.

"Hicimos esto para alegrarte. Vos siempre haces tanto por nosotros".

Mientras la madre deshacía el ramo y veía el pastel, los ojos de Julio brillaban de felicidad. Su madre, emocionada, abrazó a cada uno de ellos.

"¡No hay tesoro más grande que su amor!", exclamó, con lágrimas de alegría.

Esa noche, celebraron en familia, compartiendo risas y recuerdos. Julio aprendió que a veces, el verdadero valor de las cosas no se mide en oro, sino en el amor y la dedicación que ponemos en lo que hacemos. Nunca olvidó el día que encontró aquellas monedas, y menos aún, que había elegido hacer algo valioso con ellas.

Los amigos seguirán junto a él, siempre dispuestos a buscar formas de hacer sonreír a los que amaban, sin importar cuántas monedas tuvieran.

Y así, Julio entendió que la riqueza más grande se encuentra en los momentos compartidos con quienes más queremos.

FIN.

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