La Aldea del Susurro Verde



Había una vez, en un rincón apartado de un bosque frondoso, una aldea llamada Susurro Verde. Esta aldea era especial porque estaba habitada por niños, todos bajo la atenta mirada de Don Diógenes, un anciano sabio que había decidido vivir en armonía con la naturaleza.

Cada mañana, el sol pintaba el cielo de colores y los niños salían de sus cabañas de madera, que ellos mismos construyeron con ramas y hojas. En Susurro Verde, no había pantallas ni ruidos molestos; solo el canto de los pájaros y el murmullo del viento.

Una mañana, mientras recolectaban frutas en el bosque, Lila, una niña curiosa de cabellos rizados, descubrió algo curioso bajo una gran roca. Era un brillo intenso, un espejo muy antiguo y sucio.

"Miren esto, chicos!" - gritó Lila, y todos se agruparon a su alrededor.

"¡Es un espejo!" - exclamó Tomás, su mejor amigo. "Pero, ¿qué hace aquí?"

Pronto, se dieron cuenta de que el espejo tenía la capacidad de mostrar no solo sus reflejos, sino también visiones de las cosas que podrían suceder si continuaban eligiendo vivir en armonía o si se dejaban llevar por la avaricia como muchas veces escucharon de los adultos.

Una visión que vieron era un mundo lleno de edificios grises y ruidos ensordecedores, donde las personas corrían sin parar, y el aire no se podía respirar.

"¡No quiero vivir así!" - dijo Sofía, otra de las niñas. "Esto es horrible!"

Don Diógenes, que había estado observando desde la distancia, se acercó con una sonrisa.

"Lo que han visto es el mundo que algunos eligen. Pero ustedes son libres de decidir su propio camino. Ustedes pueden crear un futuro mejor, lleno de colores y risas."

Los niños, inspirados por las palabras del anciano, se pusieron a pensar en un nuevo juego. Decidieron construir un gran árbol de la vida en el centro de la aldea. En este árbol, cada uno tendría su propia rama donde colgarían los sueños de todos.

Con el paso de los días, trabajaron juntos. Lila se encargó de hacer pancartas con colores brillantes. Tomás ayudó a buscar ramas fuertes, y Sofía fue la encargada de dibujar los sueños, mientras que otros niños recogían flores para decorarlo.

Finalmente, el árbol de la vida estaba listo. Todos estaban emocionados; era un símbolo de lo que podían lograr si trabajaban en unidad y se cuidaban unos a otros.

El día siguiente, los niños decidieron hacer una fiesta para celebrarlo. Invitaron a varios animales del bosque, quienes se acercaron curiosos. El viento soplaba suave, y la música alegre resonaba en Susurro Verde.

"¡Vean, ahí viene Borrego, el más rápido del bosque!" - dijo Lila. Los niños comenzaron a bailar alrededor del árbol, mientras los animales se unían a la fiesta, creando un ambiente de unión y alegría.

Pero un día, mientras todos jugaban, aparece un grupo de adultos que venía del pueblo más cercano. Querían llevarse el espejo, porque creían que podría contener grandes secretos.

"¡Eso no es justo!" - gritó Tomás. "El espejo no es para ustedes, ustedes no comprenden su magia."

Los adultos, sorprendidos por la valentía de los niños, se miraron entre sí. Don Diógenes, con voz suave, se acercó a ellos.

"Este espejo es un recordatorio de lo que puede suceder si olvidamos cuidar nuestra tierra y a nuestro prójimo. Aquí, en Susurro Verde, los niños han aprendido a vivir con amor y respeto. ¿Quieren aprender de ellos?"

Los adultos se sintieron conmovidos y, después de hablar, decidieron dejar el espejo en la aldea, prometiendo a cambio ayudar a los niños a crear un más bonito y seguro lugar para vivir, donde naturaleza y humanos pudieran estar en equilibrio.

Y así fue como, unidos, construyeron la Aldea del Susurro Verde, un lugar donde se celebraban las diferencias, los sueños se hacían realidad y todos aprendían a cuidarse mutuamente, creando un mundo mejor.

La historia de los niños y sus aventuras se fue contando de generación en generación, porque en Susurro Verde, la magia de la unidad y el amor por la naturaleza nunca se perdería.

FIN.

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