La Alegría de Don Manuel
En un pequeño pueblo llamado Sonrisas, todos los días al atardecer, se escuchaba el eco de las risas y las canciones de los niños. Pero había un lugar especial donde la música iluminaba todo, y ese lugar era la casa de Don Manuel, un abuelo con una voz tan dulce como la miel.
Cada tarde, los niños de Sonrisas corrían a su casa, ansiosos por escuchar las historias y las canciones que Don Manuel les contaba. Era un hombre sabio, cuyos ojos brillaban con la luz de mil estrellas.
"¡Don Manuel, cuéntanos otra historia!", gritaban los chicos.
"Sí, sí, por favor!", imploraba Sofía, la más pequeña del grupo.
Don Manuel sonreía y se acomodaba en su silla de madera.
"Hoy, les voy a contar la historia de la Canción de la Esperanza", dijo mientras acariciaba su guitarra.
Los niños se sentaron en el suelo, ansiosos. Don Manuel comenzó a cantar con su voz profunda, mientras los niños se dejaban llevar por la melodía.
Pero un día, algo inusual sucedió. Mientras Don Manuel cantaba, un fuerte viento sopló por el pueblo y se llevó consigo las notas de la canción. Los niños miraron asustados.
"¿Qué pasó con la música?", preguntó Lucas, el más curioso del grupo.
"Nunca había oído un viento así", agregó Ana, mirando hacia el cielo.
Don Manuel se detuvo y frunció el ceño.
"No se preocupen, mis pequeños. La música siempre vuelve, solo hay que saber buscarla. Vamos a salir a encontrarla juntos", afirmó con determinación.
Los niños, llenos de emoción, siguieron a Don Manuel. El abuelo comenzó a guiar a los niños por el pueblo, invirtiendo el rumbo. Cada rincón era una nueva oportunidad para encontrar melodías.
"Escuchen el agua del río, ¿no suena como una canción?", dijo Don Manuel acercándose al murmullo del agua.
Los niños cerraron los ojos y escucharon. Era cierto, el agua parecía cantarle.
"Y miren esas hojas que se mueven, parecen bailar al ritmo de la brisa", añadió Don Manuel.
Siguieron buscando por campos y jardines, riendo y gritando, creando sus propias canciones con los sonidos que encontraban. De repente, un grupo de pajaritos comenzó a trinar.
"¡Miren, un coro!", exclamó Sofía.
"Claro, la naturaleza siempre tiene una canción que ofrecer", sonrió Don Manuel.
Y así, interpretaron la melodía de los pájaros, convirtiendo el lugar en un festival espontáneo. Se dieron cuenta que la bondad de la música estaba en su propia alegría, no solo en las notas que soltaban los instrumentos.
Después de un largo rato, regresaron a la casa de Don Manuel, llenos de risas y canciones propias.
"¿Ven? La música nunca se pierde, solo hay que buscarla con amor y alegría", dijo Don Manuel, mientras los niños se sentaban a su alrededor.
Esa tarde, los niños aprendieron algo valioso: la verdadera música no solo provenía de un abuelo con una guitarra, sino del amor que compartían entre ellos. Desde entonces, cada tarde se reunían no solo a escuchar a Don Manuel, sino a cantar sus propias canciones, adquiriendo la sabiduría de los viejos y llevándola consigo.
Así, el pueblo de Sonrisas nunca dejó de cantar, y el eco de su música se escuchaba desde lejos, resonando en el corazón de todos. Porque si algo aprendieron aquel día, es que la alegría de cantar y compartir es un tesoro invaluable que nunca se debe perder.
FIN.