La carrera de la amistad


Había una vez en un barrio muy colorido y alegre, una niña llamada Nayla. A Nayla le encantaba andar en roller y en bicicleta.

Todos los días salía a la calle con sus patines o su bicicleta, listos para recorrer las calles y sentir el viento en su rostro. Un día soleado, mientras Nayla se deslizaba por la acera con sus roller, vio a un grupo de niños jugando en el parque.

Se acercó curiosa y les preguntó si querían jugar juntos. Los niños aceptaron encantados y empezaron a correr y reír juntos. "¡Qué divertido es jugar juntos!", exclamó Nayla emocionada.

Los días pasaron y Nayla se hizo amiga de esos niños, quienes también compartían su amor por andar en roller y bicicleta. Juntos exploraban cada rincón del barrio, descubriendo nuevos caminos y aventuras. Un sábado por la tarde, decidieron organizar una carrera de roller y bicicleta.

Prepararon un circuito con obstáculos como conos y rampas improvisadas. Todos estaban emocionados por participar. El día de la carrera llegó y el barrio entero se reunió para ver a los valientes niños competir. Nayla estaba nerviosa pero emocionada al mismo tiempo.

"¡Listos, preparados, ya!", gritó uno de los vecinos que oficiaba de árbitro. La carrera comenzó con mucha energía. Los niños pedaleaban o patinaban lo más rápido que podían, esquivando los obstáculos con destreza.

La emoción llenaba el aire mientras las familias animaban desde la línea de meta. Nayla estaba cerca de alcanzar la meta cuando vio que uno de sus amigos había tropezado y caído al suelo.

Sin dudarlo un segundo, frenó su bicicleta y corrió hacia él para ayudarlo a levantarse. "¡Vamos! ¡Todavía podemos terminar juntos!", le dijo Nayla extendiéndole la mano a su amigo. Juntos retomaron la carrera, apoyándose mutuamente hasta cruzar juntos la línea de meta entre aplausos y vítores de todos los presentes.

Esa tarde, aprendieron que lo importante no era solo ganar sino disfrutar del camino junto a amigos verdaderos que están ahí para apoyarnos en todo momento.

Desde entonces, Nayla siguió andando en roller y en bicicleta por las calles del barrio, recordando siempre aquel día especial donde descubrió el verdadero valor de la amistad mientras disfrutaba haciendo lo que más le gustaba: rodar libremente bajo el sol brillante del atardecer.

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