La Casa con Alas
Había una vez en un pequeño barrio un hogar modesto, una casa con paredes coloridas que parecía sonreírle al sol. En esta casa vivía la familia Fernández: Papá Miguel, Mamá Ana y sus dos pequeños, Sofía y Lucas.
Un día, mientras disfrutaban de una merienda de galletitas y mate en la mesa de su cocina, Sofía preguntó:
"¿Mamá, por qué nuestra casa no es tan grande como la de la señora Rosa?"
Ana sonrió y respondió:
"Sofi, lo que importa no es el tamaño de la casa, sino el amor que hay dentro de ella. Aquí siempre hay risas y abrazos."
Lucas, que tenía tres años y no podía quedar fuera de la conversación, levantó los brazos y gritó:
"¡Sí! ¡Amo nuestros abrazos!"
Mientras el tiempo pasaba, los días estaban llenos de trabajo y esfuerzo. Papá Miguel salía temprano, solucionando problemas de construcción durante el día, y a veces llegaba cansado pero feliz. Por otro lado, Mamá Ana cultivaba un pequeño jardín donde crecía una variedad de vegetales. Todos los días, al volver a casa, compartían lo que habían aprendido:
"Hoy ayudé a un colega con un problema difícil en la obra", decía Miguel mientras sus hijos lo escuchaban atentos.
"Y yo hice una nueva receta con los zapallos que coseché", contaba Ana, enfatizando lo delicioso que quedaba.
Una tarde, mientras los chicos jugaban en el jardín, Sofía notó algo extraño: una enorme fachada en la casa vecina con un enorme letrero de “¿Se vende? ” colgando. Intrigada, se acercó a su hermano.
"Lucas, ¿qué pasará con la casa de la señora Rosa?"
Él, sin saber, simplemente encogió los hombros. Ambos continuaron jugando. Esa noche, mientras compartían la cena, Sofía volvió a preguntar:
"¿Mamá, qué pasaría si nos mudáramos a una casa más grande?"
Ana miró a Miguel, que movía la cabeza en señal de que no quería responder. Entonces ella dijo:
"Querida, la casa puede ser grande o pequeña, pero siempre es un hogar si hay amor en su interior. Cuanto más grande sea la casa, más difícil es cuidar de ella. Aquí, en nuestra casa humilde, podemos jugar, reír y compartir todos los días."
Lucas, que había estado masticando un pedazo de pan, exclamó:
"¡Sí! ¡Esos son mis ‘mejores días’!"
Poco después, un fuerte viento apareció y comenzó a soplar con fuerza. La familia se asustó un poco, pero Miguel dijo:
"No se preocupen, el viento solo está jugando. ¡Nosotros tenemos alas para volar!"
Las noches pasaron y un día, mientras Ana regaba su jardín, alguien llamó a la puerta. Al abrirla, encontró a la señora Rosa, que estaba triste.
"Hola, Ana. La verdad es que necesito mudarme. He vendido mi casa y me voy a otra provincia."
"Oh, me da mucha pena. Siempre te voy a recordar."
La señora Rosa sonrió y anunció:
"Me gustaría regalarles algo a ustedes. Es un pequeño libro de recetas. Estoy segura que a los chicos les encantarán."
Esa noche, mientras todos cenaban, Sofía tomó el libro y exclamó:
"¡Vamos a probar la receta de la señora Rosa!"
Así fue como, en la cocina, papá Miguel y Sofía se pusieron a cocinar, mientras Lucas decoraba la mesa con flores del jardín.
Cuando finalmente probaron el platillo, todos estallaron en risas.
"¡Es delicioso!", gritaron al unísono.
Un día, mientras observaban cómo el señor del barrio pintaba una nueva casa, Sofía miró a su papá y le preguntó:
"¿Algún día habrá una casa con alas?"
"Claro que sí, pero esas alas son el amor que nos une y el esfuerzo que juntos hacemos", respondió Miguel con una gran sonrisa.
Y así, los Fernández aprendieron que no necesitaban una casa grande para ser felices. En su modesta casa, rodeados de amor y unión, encontraban la energía y la alegría suficiente para volar alto.
El tiempo pasó y la familia creció, pero la importancia del amor y el apoyo siempre permanecería en cada rincón de su hogar. Así aprendieron que la familia es lo que realmente importa.
Fin.
FIN.