La ciudad de los valientes amigos


Dulcinea vivía feliz en la panadería, rodeada de otras donas y pasteles que la querían mucho. Sin embargo, siempre había sentido una llamada en su interior que la incitaba a explorar más allá de las cuatro paredes del local.

Un día, mientras el panadero estaba ocupado atendiendo a los clientes, Dulcinea decidió que era momento de cumplir su deseo de aventura. Sin pensarlo dos veces, rodó sigilosamente hasta la puerta principal y salió a la calle.

El sol brillaba en lo alto y el aire fresco acariciaba su glaseado brillante. Dulcinea se sentía emocionada por descubrir qué había más allá de la panadería.

Caminó por las coloridas calles de Quito, observando con curiosidad a las personas que pasaban a su lado. De repente, escuchó una risa contagiosa que provenía de un parque cercano. Intrigada, se dirigió hacia allí y vio a un grupo de niños jugando felices en los columpios y toboganes.

- ¡Qué divertido se ve todo esto! -exclamó Dulcinea para sí misma. Uno de los niños notó la presencia de la dona parlante y se acercó con curiosidad.

- ¡Mira, una dona diferente! ¿De dónde vienes? -preguntó el niño con ojos brillantes. - Soy Dulcinea, vengo de una panadería no muy lejos de aquí. Siempre he deseado ver más allá de mi hogar y hoy decidí salir a explorar -respondió Dulcinea con entusiasmo.

Los ojos del niño se iluminaron aún más al escuchar las palabras de Dulcinea. - ¡Yo también quiero explorar lugares nuevos! ¿Puedo acompañarte en tu aventura? -propuso el niño emocionado.

Dulcinea asintió con alegría y juntos emprendieron un viaje lleno de descubrimientos por las calles empedradas de Quito. Conocieron parques, plazas e incluso subieron hasta lo alto del Panecillo para disfrutar de una vista impresionante de la ciudad. La aventura les enseñó sobre amistad, valentía y respeto por las diferencias entre todos los seres vivos.

A medida que avanzaban juntos, Dulcinea comprendió que no necesitaba ir lejos para vivir grandes experiencias; cada momento compartido con sus amigos era una nueva aventura en sí misma.

Al caer la tarde, regresaron a la panadería donde fueron recibidos con alegría por el panadero y los demás dulces del lugar. - Gracias por esta maravillosa aventura, Dulcinea. Nunca olvidaré este día tan especial -dijo el niño antes de despedirse.

Dulcinea sonrió dulcemente y supo en ese instante que aunque era solo una humilde dona en una pequeña panadería en Quito, tenía un corazón tan grande como cualquier otra criatura sobre la faz de la tierra.

Y así fue como Dulcinea aprendió que las mayores aventuras pueden encontrarse justo donde menos lo esperamos: en el amor compartido con aquellos que nos rodean.

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