La curandera de la aldea


En un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos, vivía Doña Remedios, una anciana sabia y bondadosa que era conocida por todos como la sanadora del lugar.

Su choza estaba al borde del bosque, donde las hierbas crecían en abundancia, listas para ser recolectadas y convertidas en remedios curativos. Doña Remedios tenía el cabello blanco como la nieve y unos ojos brillantes llenos de sabiduría.

Todos los vecinos acudían a ella cuando tenían dolores o malestares, confiando en sus conocimientos ancestrales para encontrar alivio. La viejita siempre los recibía con una sonrisa cálida y les ofrecía una taza de té de hierbas antes de escuchar sus problemas.

Una mañana soleada, llegó hasta su choza Martín, un niño travieso que se había lastimado jugando en el río. Lloraba con dolor mientras sostenía su brazo herido. Doña Remedios lo miró con ternura y le dijo:"Tranquilo, Martín.

Con un poco de paciencia y mis remedios caseros sanarás pronto. "La anciana preparó una pomada con plantas medicinales y vendó cuidadosamente el brazo del niño. Le indicó reposo y le recomendó beber infusiones para acelerar su recuperación.

Martín asintió agradecido y se fue a casa prometiendo seguir todas las indicaciones al pie de la letra. Días después, el pueblo se vio sacudido por una epidemia de gripe que afectaba a grandes y chicos por igual.

Los habitantes estaban preocupados por la propagación del virus y acudieron nuevamente a Doña Remedios en busca de ayuda. La anciana no dudó en actuar; preparó brebajes especiales con ingredientes secretos que fortalecían el sistema inmunológico y aliviaban los síntomas del resfriado.

Recorrió las calles llevando sus pócimas curativas casa por casa, ayudando a todos sin importar su condición social. Con el paso de los días, gracias a los cuidados de Doña Remedios, la epidemia comenzó a remitir hasta desaparecer por completo.

El pueblo entero quedó maravillado ante la generosidad y sabiduría de la anciana sanadora. Una noche estrellada, mientras observaba el cielo desde su humilde choza, Doña Remedios recordaba todas las personas que había ayudado a lo largo de los años.

Se sentía plena al saber que su don para curar no solo radicaba en las hierbas medicinales, sino también en el amor infinito que entregaba a cada paciente.

Desde entonces, Doña Remedios siguió siendo un faro de esperanza para aquellos que buscaban alivio en medio del dolor. Su legado perduraría por generaciones como ejemplo vivo de cómo el cuidado mutuo puede sanar no solo cuerpos enfermos sino también corazones necesitados de amor sincero.

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