La disculpa de Carlos
Había una vez un perro llamado Carlos, que vivía en una pequeña casa con su dueña, la señora Marta. Carlos era un perro muy feliz y amigable, siempre estaba moviendo su cola y ladrando de alegría.
Un día, mientras la señora Marta preparaba la cena en la cocina, Carlos decidió salir al patio a tomar un poco de sol. Mientras caminaba por el jardín, vio una deliciosa milanesa sobre la mesa del patio.
Sin pensarlo dos veces, saltó sobre la silla y comenzó a comerla. Pero lo que no sabía Carlos es que esa milanesa no era para él.
La señora Marta había dejado la cena lista sobre la mesa para cuando llegara su nieto Tomás a cenar. Cuando Tomás llegó y vio que su cena había desaparecido, se puso muy triste. La señora Marta le explicó lo que había pasado y ambos salieron al patio para buscar al culpable.
Carlos se sintió muy mal cuando los vio acercarse hacia él con cara de enojo. "-¿Por qué comiste mi cena?" preguntó Tomás con lágrimas en los ojos. Carlos bajó las orejas y movió su cola avergonzado.
Sabía que había hecho algo malo y quería pedir disculpas. Pero cómo podía hacerlo si no hablaba el mismo idioma que ellos? Entonces recordó algo importante: aunque no pudiera hablar con palabras humanas, podía comunicarse con sus acciones.
Así que decidió hacer algo para demostrarles cuánto sentía haberse comido la cena de Tomás. Mientras Tomás lloraba, Carlos corrió hacia el jardín y comenzó a cavar un hoyo. Tomás lo miraba sorprendido, sin entender qué estaba haciendo su perro.
Pero pronto se dio cuenta de que Carlos estaba sacando algo del agujero: una pelota que había estado enterrada allí por semanas. La pelota era el juguete favorito de Tomás, pero la había perdido hacía tiempo y no sabía dónde buscarla.
Cuando Carlos le entregó la pelota a Tomás con su hocico, éste se emocionó tanto que dejó de llorar. "-¡Gracias, Carlitos! No sabes cuánto me alegra encontrar mi pelota otra vez", dijo Tomás mientras abrazaba a su perro.
La señora Marta también sonrió al ver lo feliz que estaba su nieto gracias a Carlos. Comprendió que aunque el perro había cometido un error al comerse la cena, ahora estaba tratando de repararlo con sus acciones.
Así fue como Carlos aprendió una valiosa lección: no siempre las palabras son necesarias para demostrarle a alguien cuánto lo queremos o pedir disculpas cuando nos equivocamos. A veces basta con un gesto amable para hacer las paces y recuperar la confianza de los demás.
Desde ese día en adelante, Carlos se convirtió en el mejor amigo y compañero fiel de Tomás.
Y cada vez que recordaban aquella noche en que se comió la milanesa del patio, reían juntos recordando cómo Carlitos les enseñó a comunicarse más allá de las palabras.
FIN.