La dulce aventura en el bosque



Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de un frondoso bosque, un niño llamado Tomás y una niña llamada Ana. Eran mejores amigos y pasaban sus tardes explorando la naturaleza, riendo y jugando. Una tarde, decidieron aventurarse un poco más allá de lo habitual.

"¿Viste ese camino?", preguntó Tomás señalando un sendero cubierto de flores de colores brillantes.

"¡Sí! Vamos a ver a dónde nos lleva!", respondió Ana emocionada.

Caminaron un buen rato, disfrutando del canto de los pájaros y el murmullo del viento entre los árboles, hasta que se encontraron con una casa peculiar que parecía hecha de golosinas.

"¡Mirá, Tomás! Es una casa de dulces!", gritó Ana con los ojos brillantes.

"Es increíble! Vamos a acercarnos!", dijo Tomás mientras corría hacia la casa.

Cuando llegaron, se dieron cuenta de que estaban ante una casa de galletas, chocolate y caramelos. No podían creerlo. Sin embargo, al asomarse por la ventana, vieron a una anciana con un sombrero puntiagudo y una mirada intrigante.

"Hola, niños!", dijo la bruja sonriendo.

"Hola, señora! Su casa... es deliciosa!", exclamó Ana.

"Gracias! Pero cuidado, no todo lo que brilla es oro!", agregó la bruja.

Tomás y Ana intercambiaron miradas desconfiadas, pero la curiosidad les ganó. La bruja les ofreció unos caramelos, y ellos, encantados, aceptaron.

"Pero no se lo cuenten a nadie, es un secreto entre nosotros!", dijo la bruja mientras les entregaba los dulces.

"¡Más vale!", dijo Tomás, llenándose los bolsillos de caramelos.

"¿Puedo quedarme a jugar?", preguntó Ana.

"Claro, pero deben ayudarme a recolectar unos ingredientes de mi jardín primero!", propuso la bruja.

Los niños, emocionados por la posibilidad de ser parte de una aventura mágica, aceptaron. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, se dieron cuenta de que la brusca señora tenía un carácter caprichoso. Ella pedía cantidades extrañas y los hacía hacer tareas que a veces parecían sin sentido.

"¿Por qué tenemos que juntar gusto y risa?", preguntó Tomás confundido.

"Así es como preparé mis dulces especiales", respondió la bruja con misterio.

Ana y Tomás comenzaron a sentirse agotados, y la diversión que tenían al principio se convertía en un trabajo incómodo. Entonces, Ana tuvo una idea.

"Tomás, ¿y si en vez de seguir recolectando esas cosas rara, buscamos una forma de hacer que la bruja se divierta también?", sugirió.

"¿Cómo?", preguntó Tomás.

"Podríamos contarle un cuento, algo que la haga reír!", propuso Ana.

Decididos, los niños se sentaron con la bruja y empezaron a contarle historias divertidas sobre sus propias aventuras en el bosque. La bruja, poco a poco, se fue abriendo, riendo y disfrutando el momento.

"Nunca había escuchado algo así! Ustedes son realmente divertidos!", comentó la bruja, con una sonrisa que iluminaba su rostro.

"¿Y si hacemos un trato?", pidió Tomás.

"¿Cuál?", preguntó la bruja intrigada.

"Prometemos seguir siendo sus amigos y así podremos venir a jugar aquí cada semana, pero a cambio, no más tareas raras!", dijo Ana.

La bruja, reflexionando un poco, aceptó la propuesta.

"Está bien, me parece justo. ¡Comencemos a jugar!", anunció alegremente.

"¡Sí!", gritaron Tomás y Ana al unísono.

Desde ese día, la bruja y los niños se hicieron amigos inseparables. Comenzaron a compartir risas y aventuras, aprendiendo que lo más importante es la alegría de compartir momentos y que la verdadera magia está en el cariño y la amistad. Así, su dulce aventura en el bosque se convirtió en una maravillosa historia que jamás olvidarían.

Y así, un día se les ocurrió usar la magia de la bruja para organizar un gran festejo para todo el pueblo, donde podrían disfrutar de dulces y juegos, en compañía de los nuevos amigos que habían hecho en esa tarde mágica.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FIN.

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