La flor de la Luna



Había una vez un niño llamado Mateo, quien desde pequeño perdió a su madre en un trágico accidente. A pesar de eso, contaba con el amor incondicional de su padre, Martín.

Vivían juntos en un pequeño pueblo rodeado de montañas y naturaleza. Un día, Martín enfermó gravemente con una extraña enfermedad que los médicos no podían curar. Mateo estaba desesperado por salvar a su único familiar cercano, así que decidió emprender una misión para encontrar la cura.

Según una antigua leyenda local, la única salvación era una flor mágica que crecía en la luna. Mateo sabía que llegar a la luna no sería fácil, pero estaba decidido a intentarlo por su padre.

Con determinación en el corazón, construyó un cohete con materiales reciclados que encontró en el pueblo y se lanzó al espacio.

El viaje fue largo y lleno de peligros: asteroides gigantes pasaban cerca de él, y tuvo que esquivar rayos láser provenientes de naves alienígenas hostiles. Sin embargo, Mateo era valiente y perseverante; recordaba las historias heroicas de sus libros favoritos y sabía que debía seguir adelante. Finalmente, después de días de viaje intergaláctico, llegó a la luna.

Allí se encontró con criaturas fantásticas como conejos lunares y plantas luminosas. Después de buscar incansablemente entre los cráteres lunares, finalmente avistó la flor mágica: brillaba con colores iridiscentes y despedía destellos plateados.

Al acercarse para tomarla con cuidado, escuchó una voz suave detrás suyo:- ¡Hola! Soy Luna, la guardiana de esta flor mágica. Veo tu corazón puro y tu valentía al haber llegado hasta aquí.

Esta flor tiene el poder de sanar a tu padre si realmente lo deseas con todo tu ser. Mateo le explicó a Luna sobre su padre enfermo y cómo necesitaba desesperadamente esa cura para salvarlo. Luna sonrió amablemente y le entregó la flor envuelta en rayos lunares resplandecientes.

De regreso a casa en el cohete improvisado, Mateo corrió hacia donde estaba Martín postrado en cama por la enfermedad. Con lágrimas en los ojos pero esperanza en el corazón colocó la flor mágica junto al lecho.

La habitación se llenó repentinamente de luz dorada mientras la flor liberaba sus propiedades curativas sobre Martín. Sus ojos se abrieron lentamente; había sido sanado gracias al amor inquebrantable de su hijo.

Desde ese día en adelante, Mateo aprendió que no hay obstáculo demasiado grande si uno tiene fe y determinación para superarlo. Y juntos vivieron felices compartiendo aventuras bajo el cielo estrellado del pequeño pueblo entre montañas donde siempre brillaría una estrella más: aquella noche habían traído un pedacito del universo consigo mismos.

FIN.

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