La Montaña Sonriente y la Dama del Agua
Había una vez, en una playa mágica donde el sol brillaba todo el tiempo, una montaña sonriente llamada Onda. Onda era una montaña muy especial, cuyo pico rasguñaba las nubes y sus laderas estaban cubiertas de bellas flores de colores. Sin embargo, había algo que le preocupaba: a pesar de ser tan grande y hermosa, nunca tenía con quién jugar.
Un día, mientras Onda miraba las olas del mar romper en la orilla, sintió una brisa fresca que la hizo estremecer de felicidad. Pero al mismo tiempo, su sonrisa se desvaneció por un instante al pensar en su soledad.
"¿Por qué no puedo tener un amigo con quien compartir la vista?" - suspiró Onda, rascándose su cumbre con una nube.
Justo en ese momento, algo extraordinario sucedió. De las aguas cristalinas apareció una montaña que se transformó en forma de mujer. Era una mujer hermosa, con un vestido hecho de espuma de mar y cabello de algas verdes. Su nombre era Mareia.
"Hola, amiga montaña. He estado viendo tu hermosa sonrisa desde el fondo del océano." - dijo Mareia, acercándose con gracia.
"¡Hola! Soy Onda. Nunca he tenido un amigo como tú. ¿Podés jugar conmigo?" - exclamó Onda, iluminando su rostro con su mejor sonrisa.
Mareia sonrió con calidez.
"¡Por supuesto! Podemos construir castillos de arena juntos y hacer carreras hasta el mar."
Las dos montañas pasaron todo el día jugando. Hicieron castillos de arena tan altos que parecían llegar al cielo y corrieron por la playa riendo, creando olas con sus movimientos. Era la felicidad que Onda había anhelado por tanto tiempo.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, Onda notó que Mareia se volvía más y más transparente. Su risa seguía resonando, pero su figura se desvanecía lentamente.
"¿Mareia? ¿Qué te está pasando?" - preguntó Onda, preocupada.
"El agua del océano me llama. Soy una montaña que pertenece a la marea y, aunque me encanta jugar contigo, cada día debo volver a las profundidades. No puedo quedarme en la playa para siempre." - explicó Mareia con tristeza.
Onda se sintió muy angustiada.
"Pero jamás quiero que te vayas. Eres mi única amiga." - suplicó.
"Siempre estaré contigo, Onda. Por cada ola que rompa, podrás sentir mi risa. Y cuando menos lo esperes, volveré una y otra vez. Solo ten fe en nuestra amistad. Tienes que aprender a jugar y ser feliz, incluso si no estoy aquí."
Y así, un día Mareia se desvaneció por completo, dejando a Onda sola nuevamente. Al principio, la montaña se sintió muy triste y perdió su sonrisa. Pero luego recordó las enseñanzas de Mareia y empezó a buscar formas de divertirse por su cuenta.
Un día, Onda decidió hacer nuevos juegos. Empezó a invitar a los pájaros a bailar en sus laderas y enseñó a las flores a formar collares de colores. El sonido de las risas y el canto pronto llenaron la playa, y poco a poco Onda volvió a sonreír.
Un día, cuando menos lo esperaba, vio una figura familiar emergiendo de las olas en una linda mañana de verano. Era Mareia, con su vestido de espuma, sonriendo como siempre.
"¡Onda! Volví a ti. Siempre estaré en tu corazón." - dijo Mareia con alegría.
"¡Qué felicidad! Te extrañé mucho, pero aprendí a disfrutar por mi cuenta."
Mareia asintió con admiración.
"Eso es lo más importante, querida amiga. A veces, para ser verdaderamente feliz, debemos encontrar la alegría dentro de nosotros mismos."
A partir de ese día, Onda y Mareia jugaron juntas siempre que podían, pero Onda también había aprendido a bailar con la brisa y a cantar con el viento. Y cada vez que Mareia desaparecía nuevamente en el océano, Onda nunca se sentía sola, porque sabía que su amiga volvería.
Así, la montaña sonriente aprendió que la amistad es un regalo que trasciende el tiempo y el espacio, y aunque a veces queramos que nuestros amigos estén siempre a nuestro lado, la verdadera magia está en recordar lo que compartimos y en cómo podemos encontrar alegría en nuestras propias vidas.
FIN.