La Navidad de Mateo y sus Juguetes Olvidados



Mateo era un niño muy afortunado. Cada Navidad, sus abuelos, tíos y amigos le traían una montaña de regalos. El día de Navidad, la casa estaba cubierta de envoltorios de colores y bolsas de juguetes.

Un año, mientras desenvuélvía apasionadamente sus obsequios, se encontró con un regalo misterioso. No había etiqueta, pero la caja era grandísima.

"¡Mirá, mamá! Este debe ser el mejor regalo de todos!", exclamó Mateo, su cara brillando de emoción.

Al abrirlo, encontró un enorme robot de cartón.

"Es solo un robot de cartón…", dijo decepcionado.

Sin embargo, decidió usar su imaginación y comenzó a jugar con él. Mateo lo transformó en un robot explorador, volador, aventurero. Se olvidó de todos los demás juguetes.

Unos días después, sus amigos vinieron a jugar. Todos estaban maravillados con el robot de cartón, y comenzaron a hacer sus propias creaciones.

"¡Yo quiero hacer mi propio robot!", dijo Juan, inspirándose en Mateo.

"¿Y si hacemos un castillo con cajas?", propuso Lucía, entusiasmada. Todos empezaron a buscar cartones y otros materiales.

Mateo sintió una chispa de alegría al ver cómo la creatividad había encendido el juego. En vez de estar frustrado por no tener el mejor juguete del mundo, se dio cuenta de que tenía lo más valioso: la compañía de sus amigos y la oportunidad de crear juntos.

Con los días pasaron, Mateo se olvidó de los juguetes caros y comenzó a jugar con cosas simples: cajas, papeles y su imaginación.

Un día, en el parque, se encontró con un niño que lloraba porque no tenía ni un juguete.

"¿Por qué llorás, amigo?", le preguntó Mateo.

"No tengo juguetes para jugar", respondió el niño.

Mateo pensó en sus amigos y en lo bien que le había ido con el robot. Decidió compartir sus juegos con este niño nuevo.

"¡Podés jugar conmigo! Hacemos un castillo gigante con cajas!", dijo Mateo.

Esa tarde, más niños se unieron al juego. Todos juntos, construyeron un castillo enorme, donde cada uno aportó lo suyo, creando un lugar mágico lleno de risas y diversión.

Al volver a casa, Mateo se sintió feliz. No le importó si tuvo menos juguetes que otros. Lo que realmente importaba era haber compartido su mejor regalo: la alegría de jugar con amigos. Esa Navidad, aprendió que a veces, menos es más y que la imaginación puede ser el mejor juguete de todos.

Desde entonces, cada Navidad, Mateo decidió donar juguetes que ya no usaba y compartir su alegría con otros niños. Porque, al final, lo más importante no eran los juguetes, sino los momentos compartidos con amigos.

FIN.

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