La Navidad que nunca llegó
Era un hermoso día de diciembre en el pueblo de Villa Esperanza. Todos ya estaban en la cuenta regresiva para la Navidad: las luces brillaban en cada esquina, los villancicos sonaban en la plaza y los niños, llenos de ilusión, hacían cartas para Papá Noel.
Entre ellos estaba Ana, una nena de 8 años que adoraba esta época. Un día, mientras ayudaba a su mamá a decorar el árbol, pensó: - ¡Qué lindo sería que todos en el pueblo tuvieran una Navidad feliz! Y con esa idea en mente, decidió organizar una celebración en la plaza central para compartir la alegría.
Ana reunió a sus amigos: Martín, Lucrecia y Tomás, y les dijo: - ¡Chicos, este año haremos una gran fiesta de Navidad! Podemos invitar a todos y preparar panchos, galletitas y algunas sorpresas.
- ¡Sí! - exclamó Lucrecia. - Pero, ¿de dónde sacamos las cosas para la fiesta?
- ¡Podemos hacer un puesto de limonadas y galletas para juntarnos el dinero! - sugirió Martín.
Tomás, siempre entusiasta, agregó: - Y también podemos hacer un espectáculo de títeres. A todos les gusta, ¡y así recaudamos un poco más!
Y así, los cuatro niños comenzaron a trabajar. Un par de días pasaron, y todo iba en marcha. Hicieron carteles, vendieron limonadas y galletas, y ensayaron su espectáculo de títeres. El día de la fiesta, la plaza estaba llena de luces y risas.
Pero cuando llegó el momento de la celebración, algo inesperado ocurrió. Una fuerte tormenta se desató, y la lluvia hizo que todos los habitantes de Villa Esperanza se resguardaran en sus casas. El mal clima arruinó el gran evento. Ana, contrariada, miraba por la ventana todas las luces apagadas que había preparado con tanto amor.
- ¡No puede ser! - se lamentó. - ¡Trabajamos tanto para esto!
Sus amigos llegaron a su casa, empapados pero con sonrisas.
- ¡No te preocupes, Ana! - le dijo Tomás. - ¡Aún podemos hacer algo!
- Pero… ¿qué? La fiesta es en la plaza y no hay nadie.
- Podemos llevar la Navidad a las casas de los demás - propuso Lucrecia, iluminándose. - ¡Así todos tendrán un poco de alegría!
El rostro de Ana se iluminó y, con entusiasmo, les dijo: - ¡Genial! Vamos a llevar galletitas y dibujarles tarjetas a todos. Así les haremos sentir que la Navidad llegó hasta sus corazones.
De inmediato, empezaron a preparar cajas con las galletitas que habían hecho, acompañadas de cartas con mensajes de alegría y esperanza. Salieron a las calles, y aunque llovía, iban de casa en casa, dejando sorpresas y sonrisas.
Al final del día, estaban empapados pero felices. Habían visitado a todas las casas de Villa Esperanza y, aunque muchos no podían salir, los rostros de felicidad que encontraron en cada visita les llenó el corazón de alegría.
Cuando regresaron a casa, Ana miró por la ventana y vio que el cielo había comenzado a despejarse. Las estrellas brillaban con fuerza y, a lo lejos, notaron que algunos vecinos se juntaban en el centro del pueblo, armando una pequeña celebración improvisada con lo que tenían a mano.
- ¡Miren! - gritó Martín. - ¡Ellos se han juntado a festejar!
- ¡Vamos! - dijo Ana, tomando la mano de sus amigos.
Corrieron hacia la plaza, y al llegar, vieron que todos estaban disfrutando, compartiendo lo que había en sus casas. Ana y sus amigos fueron recibidos con abrazos y agradecimientos por la alegría que llevaron a cada hogar. La felicidad era contagiosa.
- ¡Esto es mejor que cualquier fiesta! - dijo Ana riendo.
Con la ayuda de todos, se armó un gran círculo donde compartieron historias, música y todos juntos celebraron la verdadera esencia de la Navidad: la amistad y el amor.
Y así, aunque no hubo luces brillantes ni espectáculos, Villa Esperanza vivió la Navidad más linda de todas. Aprendieron que, a veces, la verdadera magia de las fiestas no está en los adornos, sino en el amor que compartimos y el deseo de hacer felices a los demás.
Desde ese día, cada diciembre, el pueblo no solo celebra la Navidad, sino que también recuerdan la vez que la verdadera alegría llegó a los corazones de todos.
FIN.