La pelota perdida



Era una hermosa tarde de primavera y las señoras Marta y Ana se encontraban sentadas en un banco de la plaza del barrio. Charloteaban animadamente sobre sus vidas mientras disfrutaban del sol tibio que acariciaba sus rostros arrugados.

-¡Marta! ¿Te acordás cuando éramos chicas y nos escapábamos a esta misma plaza para jugar al escondite? -preguntó Ana con una sonrisa nostálgica. -Sí, ¡cómo olvidarlo! -respondió Marta riendo-. Pero ahora prefiero venir a disfrutar la tranquilidad de este lugar.

De repente, un niño corrió hacia ellas con cara de preocupación. -Disculpen señoras, no sé qué hacer. Mi pelota se quedó atascada en el árbol y no puedo alcanzarla -dijo el pequeño desesperado. -No te preocupes, mi amor.

Nosotras te ayudaremos -afirmó Ana levantándose del banco-. Vení, vamos juntos a resolverlo. Las tres caminaron hacia el árbol donde la pelota estaba atrapada. El niño saltaba tratando de alcanzarla sin éxito alguno.

Sin embargo, las señoras tenían un plan ingenioso para rescatarla. -Mirá nene, yo tengo estas tijeras pequeñas que siempre llevo en mi bolso.

Voy a cortar una rama baja para que puedas subirte y recuperar tu pelota -explicó Marta sacando las herramientas de su bolso. El niño miraba asombrado cómo la abuela cortaba la rama sin miedo alguno. Una vez que cayó al suelo, el pequeño subió al árbol y recuperó su pelota.

-¡Gracias señoras! No sé cómo agradecerles -dijo el niño feliz con su pelota en brazos. -No tienes que agradecernos. Nosotras estamos para ayudar siempre que podamos -respondió Ana sonriendo. La tarde continuó con charlas amenas entre las tres mientras disfrutaban de un helado.

El niño se sentía tan contento por haber recuperado su pelota que decidió quedarse un rato más para escuchar las historias divertidas de las señoras Marta y Ana. -¿Ustedes dos tienen hijos? -preguntó el niño curioso.

-Sí, yo tengo una hija y dos nietas hermosas -dijo orgullosa Marta. -Yo no tuve hijos propios, pero mis sobrinos son como mis hijos también -explicó Ana cariñosamente.

El niño aprendió que la familia no solo se limitaba a los padres biológicos sino también incluía a aquellos seres queridos que nos brindan amor incondicional. Cuando llegó la hora de despedirse, el niño abrazó fuerte a las dos señoras y les prometió volver pronto a visitarlas.

Las mujeres regresaron felices a sus casas sabiendo que habían dejado una huella positiva en la vida del pequeño y habían aprendido algo nuevo también: nunca es tarde para hacer amigos nuevos.

FIN.

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