La perra renca
Había una vez, en un pequeño pueblo llamado Colorín, una perra llamada Renca. Renca era una hermosa perra de pelaje marrón, pero tenía un pequeño inconveniente: una de sus patas traseras no funcionaba como debería. A pesar de que Renca podía correr y jugar con sus amigos, siempre se sentía un poco diferente.
Un día, mientras Renca paseaba por el parque, se encontró con un grupo de perros que jugaban a atrapar una pelota. Renca se acercó emocionada y dijo: - ¡Hola, amigos! ¿Puedo jugar con ustedes?
Los perros la miraron y uno de ellos, un perro grande llamado Bruto, respondió sin dudar: - Claro, ¡pero ten cuidado! No todos pueden seguir el ritmo.
Renca sintió un nudo en el estómago. Sabía que su patita no era igual que la de los demás, pero decidió intentarlo. - ¡Voy a darle! - pensó, mientras los demás perros comenzaban a correr. Renca hizo lo mejor que pudo, pero en medio de la frenética carrera, tropezó y cayó al suelo. Todos los perros se detuvieron y Bruto dijo: - Tal vez deberías quedarte un poco más atrás.
Triste, Renca se alejó y se sentó bajo un árbol. - ¿Por qué tengo que ser diferente? - se preguntó. Allí, se encontró con una pequeña tortuga llamada Pía.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó Pía.
- No puedo jugar como los otros perros. Siempre me dejan atrás porque soy renca - respondió Renca con una lágrima rodando por su mejilla.
-
No te preocupes, Renca - le dijo Pía con una sonrisa. - ¡Todos somos diferentes! Y eso es lo que nos hace especiales. Además, tú tienes algo que nadie más tiene: ¡tu propio ritmo!
Renca pensó en las palabras de Pía y se sintió un poco más tranquila. - Me encantaría jugar con ellos de nuevo, pero quizás de una manera diferente - comentó Renca.
- ¡Exactamente! - exclamó Pía. - ¿Qué tal si organizamos un juego donde todos participemos?
- ¡Esa es una gran idea! - dijo Renca, llena de energía.
Las dos amigas comenzaron a pensar en un juego. Después de un rato, decidieron que el juego sería una carrera en la que cada uno debía llevar una piedra del tamaño de una pelota hasta un punto específico. - Así, todos podremos competir, ¡sin importar la velocidad! - propuso Renca.
- ¡Me encanta! - gritó Pía, muy entusiasmada.
Llamaron a los demás perros e les propusieron la idea del nuevo juego. - ¡Vamos a jugar a las piedras! - dijo Renca con energía.
- ¡Eso suena divertido! - respondió Bruto, un poco avergonzado. - No había pensado en que todos podríamos participar de esa manera.
El grupo de perros se organizó y comenzaron a jugar. Renca se sintió feliz mientras todos llevaban las piedras, algunos corriendo rápidamente, otros despacito, y ella a su propio ritmo. Pronto, todos se dieron cuenta de que no importa cómo se jugara, lo importante era disfrutar del momento y ayudar a los demás.
Al final del juego, Renca estaba radiante, y todos los perros se acercaron para felicitarla. - Renca, ¡lo hiciste genial! - dijo Bruto, dándole una palmada en el lomo. - Sobre todo, porque hiciste que todos pudiéramos jugar.
- ¡Sí! - dijo otra perra, llamada Lola. - Y me divertí mucho. ¡No me había dado cuenta de que jugar puede ser distinto y aún así, divertido!
Desde ese día, Renca se ganó el cariño de todos en el parque, y cada vez que jugaban, siempre traía algo nuevo para hacer. Renca había aprendido que ser diferente no era algo malo, sino algo especial que podía aportar a la diversión. Y así, con una sonrisa en su rostro, se fue a casa, feliz con el día que había vivido.
A partir de ese momento, el parque de Colorín se llenó de risas, juegos e inclusión. Renca nunca se sintió sola ni diferente de nuevo, porque había encontrado la manera de brillar con su propia luz. Y la lección era clara: ¡todos somos únicos y eso nos hace especiales!
FIN.