La Tierra de los Alfareros



En un pequeño pueblo llamado Alfarería, situado entre colinas y ríos de aguas cristalinas, vivían un grupo de alfareros muy talentosos. Eran conocidos por crear las más hermosas piezas de cerámica que jamás se habían visto. La especialidad del pueblo era el barro de la montaña cercana, que tenía propiedades únicas. Cada mañana, los alfareros se reunían en la plaza principal para compartir ideas, aprender juntos y mejorar su arte.

Un día, un pequeño niño llamado Pablo, que siempre había soñado con convertirse en un gran alfarero, subió hasta la colina para recolectar barro. Mientras jugaba, se encontró con una misteriosa cueva llena de luces resplandecientes.

"¡Guau! ¿Qué será esto?" se preguntó Pablo, maravillado por el brillo que emitía la cueva.

Decidido a explorar, entró y descubrió una tierra mágica. En su interior encontró criaturas curiosas, como un pequeño dragón que estaba haciendo cerámica.

"- ¿Qué hacés aquí, niño humano?" preguntó el dragón con voz temblorosa.

"- Vine a buscar barro para hacer unas piezas de cerámica. Siempre he soñado con ser alfarero", respondió Pablo, con los ojos bien abiertos.

El dragón sonrió. "- Yo soy Dracovín, el dragón alfarero. Este barro tiene poderes especiales. Con él, podrás crear cosas más allá de tu imaginación. Pero ten cuidado, no todos los que vienen aquí lo hacen con buenas intenciones."

Intrigado, Pablo le pidió a Dracovín si podía demostrarle cómo utilizar ese barro mágico.

"- Claro, pero necesitarás aprender a ser responsable. Solo puedes crear cosas que ayuden a los demás. Si usas este barro para hacer algo egoísta, podría volverse en tu contra", advirtió el dragón.

Pablo asintió y, junto a Dracovín, comenzó a crear. Comprendiendo que su sueño era ayudar a su pueblo, decidió hacer una fuente para que todos tuvieran agua fresca y libre.

Mientras trabajaba, el barro brillaba cada vez que pensaba en buenos deseos para su comunidad. Era un proceso fascinante y lleno de magia.

Finalmente, después de muchas horas de esfuerzo y risas, Pablo creó una hermosa fuente que emanaba agua pura. Él estaba tan orgulloso que corrió hacia su pueblo para mostrarles lo que había hecho.

Al llegar, los habitantes se maravillaron.

"- ¡Es increíble!" exclamó la señora Rosa, una de las ancianas del pueblo.

"- ¡Pablo, cómo lo hiciste!" le preguntó su amigo Lucas, con los ojos llenos de asombro.

"- Usé barro mágico de una cueva, pero solo pude hacerlo porque quería ayudar a todos ustedes", explicó Pablo modestamente.

Sin embargo, un momento después, apareció un alfarero celoso del pueblo, el señor Montalvo, que había visto cómo Pablo usó el barro mágico.

"- ¡Eso no es justo! Si él puede, yo también quiero barro mágico para hacer piezas que me hagan famoso", gritó Montalvo.

Pablo, con una gran preocupación en su corazón, recordó las palabras de Dracovín. Había que ser responsable. Se dirigió al señor Montalvo:

"- No puedes usarlo para hacer cosas egoístas. El barro solo funciona si lo usas con amor y con un deseo genuino de ayudar."

Montalvo se, frustró pero también intrigado. Al ver a Pablo tan decidido, comenzó a reflexionar.

"- Tal vez deberíamos trabajar juntos. Podría crear algo que beneficie a todos", admitió el alfarero celoso.

Pablo se sonrió.

"- ¡Sí! Juntos podemos hacer algo increíble!"

Ambos decidieron hacer una pequeña escuela de alfarería para que los niños del pueblo aprendieran el arte de hacer cerámica. Usaron el barro mágico para construirla, pero también incorporaron lo que sabían de lo tradicional.

La escuela fue un éxito. Todos los niños del pueblo se anotaron y comenzaron a aprender, felices de poder hacer sus propios objetos.

Cada quien aportó un poco de su creatividad y la comunidad se unió como nunca.

Al final del año, Pablo y Montalvo organizaron una feria donde todos podían exhibir las obras hechas por los niños.

"- ¡Gracias, Pablo! Este barro mágico no solo creó una escuela, también unió a toda la comunidad", dijo Montalvo, con una sonrisa en su rostro.

Pablo miró contento, sabiendo que la magia del barro no solo estaba en su composición, sino en el amor y el esfuerzo compartido.

Y así, la Tierra de los Alfareros se volvió un lugar donde todos podían construir sus sueños, siempre que estuvieran dispuestos a trabajar con generosidad y alegría.

Desde aquellos días, Dracovín continuó siendo el guardián de la cueva mágica, mientras Pablo se convirtió en un gran maestro alfarero, siempre recordando que la verdadera magia reside en el amor por los demás.

FIN.

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