La Tormenta de la Playa
Era un hermoso día de verano cuando Tomás y Gise decidieron ir a la playa. Con sus mochilas llenas de picadas, toallas y, por supuesto, sus sombreros para el sol, se dirigieron emocionados hacia la costa.
"¡No puedo esperar para construir un castillo de arena!" - exclamó Gise, con una gran sonrisa.
"¡Y a nadar en el mar!" - respondió Tomás, entusiasmado.
Al llegar a la playa, lo primero que hicieron fue dejar sus cosas y correr hacia el agua. Las olas rizadas brillaban al sol y, aunque el agua estaba fría, no dudaron en saltar y chapotear como si no hubiera un mañana.
Después de un rato nadando, decidieron construir el castillo de arena que tanto habían mencionado. Juntos, se pusieron a trabajar, haciendo torres, muros y un foso que rodeaba su creación. Mientras tanto, las nubes comenzaron a aparecer en el horizonte, pero ellos estaban tan inmersos en su juego que no se dieron cuenta.
"¡Mirá, Tomás! ¡Ya casi lo terminamos!" - dijo Gise emocionada, mientras colocaba una bandera hecha con un palito de helado en la cima de la torre.
"¡Es el mejor castillo de todos!" - respondió Tomás, llenándola de elogios.
Justo en ese momento, un fuerte viento comenzó a soplar y las nubes oscuras avanzaron rápidamente.
"¿Sentiste eso?" - preguntó Gise, algo preocupada.
"No pasa nada, solo un poco de viento. Vamos a seguir jugando" - aseguró Tomás.
Sin embargo, apenas comenzaron a dar los últimos toques a su obra maestra, la lluvia comenzó a caer, primero como una llovizna y luego a convertirse en un torrente. Los raudales de agua arrastraron su castillo de arena rápidamente.
"¡Noooo!" - gritó Gise mientras veía cómo las olas se llevaban su creación.
"¡El castillo! ¡Toda nuestra obra!" - lamentó Tomás.
Los dos amigos, empapados y un poco decepcionados, decidieron buscar refugio bajo un pequeño toldo. Allí, con el sonido de la tormenta retumbando sobre ellos, se dieron cuenta de que lo más importante no era el castillo de arena, sino lo que habían disfrutado juntos.
"No es justo. Trabajamos tanto en eso..." - suspiró Gise.
"Lo sé, pero al menos tuvimos un buen rato, ¿no?" - intentó Tomás, tratando de animar a su amiga.
A medida que el aguacero cesaba y empezaban a salir rayos de sol, los dos amigos se sentaron a observar el mar.
"Mirá, Gise, hasta las tormentas pasan. Después, siempre sale el sol." - dijo Tomás, viendo cómo las nubes se dispersaban.
"Sí, tenés razón. Podemos volver a hacer otro castillo la próxima vez" - aseguró Gise, sonriendo al recordar las risas y la diversión.
Cuando el sol finalmente volvió a brillar, decidieron no dejar que la tormenta les arruinara el día. Juntos, comenzaron a juntar conchas y piedras de colores, creando un nuevo juego. Cada una de esas conchas tenía un color, una forma y una historia diferente que contar.
"¡Mirá esta! Es como un corazón" - dijo Gise, mostrándole una concha a Tomás.
"Y esta parece una estrella de mar. Podemos hacer un museo de conchas" - sugirió Tomás, comenzando a agrupar las conchas en diferentes secciones.
Así pasaron el tiempo, creando arte y recolectando recuerdos. Al final del día, regresaron a casa sonriendo, con sus mochilas llenas de conchas y corazones, pero también con una gran lección aprendida sobre lo impredecible de la naturaleza y la importancia de disfrutar cada momento, sin importar las circunstancias.
"La próxima vez, no importa si llueve, porque siempre encontraremos algo divertido para hacer juntos" - prometió Gise.
"Exactamente, siempre será una gran aventura" - concluyó Tomás con una sonrisa, sintiendo que, juntos, podían enfrentar cualquier tormenta.
Y así, la historia de la playa del día en que se desató una tormenta se convirtió en un cuento de risas y descubrimientos, donde los amigos aprendieron que la verdadera magia se encuentra en los momentos compartidos, más allá de los castillos de arena.
FIN.