La Virgencita llamada Cigui

Había una vez en un pequeño pueblo argentino, una niña llamada Lucía. Ella era muy curiosa y le encantaba explorar el bosque cercano a su casa. Un día, mientras caminaba por el bosque, encontró una hermosa estatuilla de la Virgen María. La estatuilla tenía una peculiaridad: a diferencia de las demás, esta Virgencita tenía una sonrisa en su rostro y unos ojos brillantes que parecían decir algo.

Intrigada, Lucía decidió llevar la estatuilla a su casa. Cuando llegó, colocó la Virgencita en un lugar especial en su habitación, junto a su ventana. Esa misma noche, mientras Lucía dormía plácidamente, la Virgencita cobró vida. Cigui, como le gustaba llamarse, salió de la estatuilla y comenzó a explorar la habitación de Lucía.

Al despertarse, Lucía se sorprendió al ver a Cigui, la Virgencita, caminando y hablando. Cigui le explicó que había sido enviada por las estrellas para ayudar a los niños valientes y curiosos como Lucía. A partir de ese día, Cigui y Lucía se convirtieron en grandes amigas, y juntas vivieron numerosas aventuras.

Un día, el pueblo de Lucía enfrentó un problema: el manantial que abastecía de agua a todos los habitantes se secó. Alarmada por la situación, Lucía decidió pedir ayuda a Cigui. Juntas emprendieron un viaje hacia lo profundo del bosque, donde descubrieron que un grupo de duendes traviesos habían desviado el agua hacia su escondite.

Con astucia y valentía, Lucía y Cigui lograron convencer a los duendes de devolver el agua al pueblo. A cambio, les prometieron organizar un festival anual en su honor. Desde ese día, el manantial nunca volvió a secarse, y el festival de los duendes se convirtió en una tradición muy querida por todos.

A través de su amistad, Lucía aprendió la importancia de la valentía, la astucia y la solidaridad. Cigui le enseñó que, a pesar de su tamaño, cada persona tiene el poder de hacer grandes cosas si tiene el coraje de creer en sí misma. Juntas, Cigui y Lucía demostraron que la amistad y la determinación pueden superar cualquier desafío.