Las cicatrices de los clavos
Había una vez un muchachito llamado Lucas que tenía un carácter muy fuerte. A menudo, se enojaba fácilmente y perdía la paciencia con cualquier cosa. Un día, su papá decidió que era momento de enseñarle una lección.
- “Lucas, ven aquí”, llamó su padre.
- “¿Qué pasa, papá? ” contestó Lucas, frunciendo el ceño.
- “Te voy a dar una bolsa de clavos. Cada vez que sientas que pierdes la paciencia, debes clavar uno detrás de la puerta de casa”.
- “¿Clavos? ¿Para qué? ” preguntó Lucas, confundido.
- “Cada clavo será una cicatriz de tu mal carácter. Con el tiempo, te darás cuenta de lo que puedes cambiar”, explicó su padre.
- “Está bien, papá”, dijo Lucas, con un poco de desdén.
El primer día, Lucas se sintió frustrado por cosas pequeñas: su hermana que no dejaba de hacer ruido, el perro que le rompió su juguete favorito, y el mal tiempo que arruinó sus planes de salir a jugar. Al final del día, Lucas había clavado ¡37 clavos!
Su padre lo vio detrás de la puerta y le preguntó:
- “Lucas, ¿cómo te fue hoy? ”
- “No quiero hablar”, respondió el niño, mirando el montón de clavos.
- “Recuerda que cada clavo representa un momento de enojo. ¿Cómo te sentirías si esos clavos fueran más que solo madera? ” dijo el padre, tratando de que Lucas reflexionara.
- “No lo sé”, murmuró Lucas.
Durante el transcurso de la semana, Lucas empezó a notar cómo su carácter afectaba a los demás. Un día, en la escuela, su maestro, el Sr. García, se acercó y le dijo:
- “Lucas, he notado que te enojas rápidamente. ¿Qué pasaría si dejaras que las pequeñas cosas te resbalen? ”
- “Pero es difícil, señor”, dijo Lucas, aún sin entender del todo.
- “Quizás podrías pensar en algo que te haga feliz cada vez que sientas que vas a enojarte”, sugirió el maestro.
Lucas decidió intentarlo. En lugar de clavar más clavos, comenzó a contar hasta diez y a recordar las cosas que le hacían reír. Poco a poco, el número de clavos detrás de la puerta comenzó a disminuir.
- “¿Ves, hijo? Cada clavo que no clavas es un paso hacia un mejor carácter”, le dijo su padre un día.
- “Sí, papá! ¡Hoy solo clavé 5! ”, respondió Lucas, sonriendo.
Pero un día, una situación extraordinaria lo puso a prueba. Su grupo de amigos decidió jugar al fútbol, y Lucas se entusiasmó muchísimo. Sin embargo, al comenzar el partido, un chico nuevo, Mateo, se unió al juego. Al poco tiempo, Mateo le hizo una jugada que dejó a Lucas sin palabras.
- “¡No puede ser, eso fue injusto! ” gritó Lucas, listo para estallar.
- “Ah, pero no me lo digas a mí, ¡díselo al árbitro! ”, bromeó Mateo. Sorprendido, Lucas se sintió aún más molesto.
Decidió que tenía que actuar. En lugar de clavar un clavo, se recordó a sí mismo lo que su padre le había enseñado. Así que respiró hondo y le dijo a Mateo:
- “Está bien, juguemos juntos. Vamos a divertirnos en vez de pelear”.
- “¡Eso es lo que se trata! ” respondió Mateo, feliz.
A lo largo del tiempo, Lucas se convirtió en un niño más paciente y amable. Los clavos que antes llenaban la puerta ahora solo eran unos pocos. Un día, se sentó con su padre y le dijo:
- “Papá, creo que ya no necesito los clavos. Aprendí a controlar mi enojo”.
- “Estoy muy orgulloso de ti, Lucas. Pero no olvides que es un trabajo continuo. La verdadera fortaleza está en cómo elegimos responder ante las dificultades”, respondió su papá, abrazándolo.
Desde ese día, Lucas no solo dejó de clavar clavos, sino que también ayudó a los demás a encontrar maneras de recordar que siempre podían elegir ser mejores en lugar de dejarse llevar por la ira. Y así, el niño que una vez tuvo un mal carácter se convirtió en un símbolo de paz y diversión entre sus amigos. A veces, las cicatrices de los clavos sirven como recordatorios de lo que hemos aprendido y de las personas en las que podemos convertirnos.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.