Las Emociones de Sofi
Era un día soleado y brillante en Buenos Aires. Sofi, una niña de ocho años, estaba en el parque con su amigo Tomi. Ambos jugaban felices, pero a veces, Sofi se sentía triste sin saber exactamente por qué.
"¿Por qué guardás esa carita, Sofi?" -preguntó Tomi, al notar que su amiga se alejaba un poco del juego.
"No sé, a veces siento cosas que no entiendo y no sé cómo decirlo" -respondió Sofi, mirando al suelo.
Esa tarde, Sofi volvió a casa, reflexionando sobre lo que había hablado con Tomi. Decidió que necesitaba compartir sus emociones con su familia, pero le costaba mucho. La madre de Sofi, Ana, siempre le había enseñado la importancia de ser valiente, así que se armó de valor y buscó a su mamá en la cocina.
"Mami, ¿puedo hablar con vos un ratito?" -dijo Sofi, sintiéndose un poco nerviosa.
"¡Por supuesto, Sofi! Estoy haciendo galletitas. ¿Qué pasa?" -respondió Ana, sonriendo.
"Es que a veces me siento rara. No entiendo si estoy contenta, triste o preocupada..." -explicó Sofi, mirando hacia la ventana.
Ana dejó las galletitas a un lado, se agachó a la altura de Sofi y la miró a los ojos.
"¿Sabés? Es normal sentirse así. Las emociones son como un arcoíris, a veces tenemos un poco de cada color en el corazón" -dijo Ana.
"Pero no sé cómo decirlo..." -susurró Sofi, aún inquieta.
"Podemos crear un juego. Usaremos colores para nuestras emociones. Cuando sientas algo, elige un color y me lo decís" -propuso Ana, con entusiasmo.
Sofi se iluminó un poco con la idea.
"¡Eso suena divertido!" -exclamó.
Desde ese día, Sofi y su madre se sentaban a la mesa a jugar con colores. Sofi elegía una pintura de una emoción y explicaba cómo se sentía. Así aprendió a nombrar su tristeza, alegría, enojo y miedo, usando los colores como sus aliados. Sin embargo, un día ocurrió algo inesperado.
Sofi se encontró con un fuerte enfado cuando su hermano, Lucas, tocó su muñeco favorito sin pedir permiso. Estalló.
"¡Deja de tocarlo! No entiendo por qué nunca respetás mis cosas!" -gritó, dando un portazo.
Ana escuchó el alboroto y rápidamente fue hacia la habitación de Sofi, que estaba cruzada de brazos y muy enojada.
"Sofi, ¿qué pasó?" -preguntó Ana, intentando entender.
"Lucas se llevó mi muñeca sin avisar. ¡No puedo creerlo!" -respondió, aún molesta.
"Está bien que estés enojada, pero ¿cómo podemos resolverlo?" -sugirió Ana.
Sofi se detuvo a pensar.
"Tal vez podría decirle cómo me siento. O decir que no me gusta que me toque las cosas" -dijo, más tranquila.
Ana sonrió orgullosa de su hija.
"Esa es una gran idea, Sofi. Podés hablarle y explicarle con tus colores también" -sugirió.
Esa noche, Sofi se armó de valor y decidió hablar con Lucas.
"Lucas, ¿podés venir un segundo?" -llamó desde su habitación.
"¿Qué pasa?" -preguntó Lucas, curioso.
"Cuando tocaste mi muñeca sin pedirme, me sentí muy enojada. Elegí el color rojo para eso. Para mí, las cosas son especiales y me gustaría que me preguntes antes" -explicó Sofi, con voz firme pero tranquila.
"Lo siento, Sofi. No pensé que te haría enojar. No volverá a pasar" -dijo Lucas, entendiendo la situación.
Después de hablar, Sofi sintió que una gran carga se levantaba de sus hombros. Desde entonces, cada vez que uno de ellos se sentía de alguna manera, podían usar el juego de colores para comunicarse, creando un hogar lleno de emociones expuestas y respeto mutuo.
Con el paso del tiempo, Sofi y su familia se volvieron expertos en hablar sobre sus emociones. La casa se llenó de charlas y risas, convirtiéndose en un lugar cálido donde cada color del arcoíris tenía su espacio. Sofi aprendió que expresar sus sentimientos era valioso y que las palabras, como los colores, podían construir puentes y unir corazones.
Y así, todos en casa vivieron más felices, aprendiendo a sentir, a hablar y a comprenderse unos a otros, gracias a un simple juego de colores que había cambiado sus vidas para siempre.
Fin.
FIN.