Las Estrellas que nunca se Apagan
Desde mi ventana, el cielo es un inmenso lienzo donde los colores se mezclan y pintan maravillas. Mi nombre es Mateo y tengo una cabecita llena de preguntas, como si fueran mariposas que vuelan en mi pecho. Un día, mi habitación se llenó de murmullos suaves y de risas que danzaban como hojas al viento. Todo parecía un ballet eterno, un gentil vaivén de sentimientos que llenaban mi hogar. Pero, con el tiempo, las suaves melodías empezaron a desvanecerse, como un eco lejano en un valle.
Una tarde, mientras la luna jugaba a esconderse detrás de las nubes, mi mamá me dijo: -Mateo, a veces las nubes cambian de forma, y eso no significa que el cielo deje de ser hermoso. La vida, a veces, juega sus cartas de maneras inesperadas.-
No entendía del todo, pero podía escuchar en su voz el viento suave, el de un día de verano que se despide. Así que decidí tomar mis pinceles de colores y pintar el cielo que había en mi corazón.
Salí al jardín, donde un viejo sauce me esperaba, con sus ramas preocupadas, como si quisiera envolverme en su abrazo eterno. -¿Por qué el cielo a veces no brilla como debería, abuelo sauce? - le pregunté, midiendo mis palabras como si fueran piedras preciosas.
-Es porque a veces las estrellas se esconden detrás de las nubes, pero eso no significa que hayan dejado de existir.- respondió el sauce, sus hojas moviéndose como palmas de una mano que acaricia. Entonces, decidí hacer un viaje. Un viaje a una isla de papel, donde una vez dibujé un mundo hecho de sueños.
Tomé mis juguetes y mis colores, y comencé a construir un castillo. Usé bloques de madera y formas que sólo existían en mi mente. –Esto será mi refugio, donde las estrellas brillarán siempre,- dije mientras cada pieza encajaba en su lugar. Pero mientras construía, sentía un pequeño cosquilleo en el corazón.
Esa noche, las estrellas comenzaron a brillar más fuerte.
-¡Mateo! ,- escuché la voz de mi mamá desde la ventana. -Es hora de mirar las estrellas juntos.-
Corrí hacia ella y encontramos un sitio en el jardín, donde el aire estaba impregnado de perfume a jazmines. Miramos hacia arriba y vi cómo las estrellas se asomaban, una a una, como si fueran amigos perdidos que regresaban a casa. -Mirá, ahí hay una que brilla más que las demás,- dijo mi mamá, señalando hacia un grupo brillante.
-Es como si nos dijeran que aunque a veces la noche parece oscura, siempre habrá luz,- respondí con la intensidad de un pequeño sabio.
Pasaron días, semanas; el aire se fue llenando de risas y juegos, y a veces la tristeza se escondía entre las sombras. Pero yo sabía que cada vez que miraba al cielo, estaban ahí. Las estrellas que nunca se apagan.
Un día, mientras pintaba mi cielo de colores, descubrí que no todo en la vida está bajo nuestra control. -Mateo, en el cielo hay muchas constelaciones, y tú puedes elegir la que más te guste para contar tu historia,- me dijo la voz del viento. Y comprendí que a veces, aunque no podemos tener todo el cielo de un solo color, podemos mezclar las tonalidades y encontrar belleza en lo inesperado.
-Así que, aunque algunas estrellas no brillen juntas, aun así son parte de un mismo firmamento,- dije mientras las mariposas seguían danzando en mi pecho.
Con el tiempo, aprendí que el amor se puede transformar, como el agua que se convierte en vapor y regresa como lluvia. Y así, cada vez que llueve, miro hacia arriba y veo las estrellas haciendo piruetas en el cielo.
Hoy, reflexio sobre lo bonito que es vivir en un mundo donde hay diferentes formas de querer.
Así que si alguna vez sientes que la noche es densa, recuerda que siempre hay estrellas que brillan, incluso si no las ves. Porque el amor nunca se va; se transforma, y con el tiempo se convierte en una luz que ilumina el camino hacia nuevos horizontes. Y ahí, en esas nuevas tierras, encontré un rincón donde las risas bailan con el viento y las estrellas nunca dejan de brillar.
FIN.