Los Amigos del Arroyo



A primera vista eran fragmentos de nubes flotantes. Indecisas, oscilaban despacio a izquierda y derecha a merced del viento. La ventana de la cocina casi llegaba a tocar la valla que bordeaba el arroyo impidiendo el paso, por así decirlo. Desde el interior, Julia, una niña curiosa y llena de imaginación, contemplaba el paisaje.

- ¡Mirá, Mami! –exclamó Julia señalando hacia afuera–. ¡Esas nubes parecen algodones de azúcar!

- Sí, querida, es un día hermoso –respondió su mamá mientras revolvía una olla en la cocina–. Pero recuerda que no todo es lo que parece.

Julia frunció el ceño un momento. No entendía lo que su mamá quería decir. Tenía tantas ganas de salir y explorar.

A poco de tiempo, decidió que no podía esperar más. Salió de la casa, dejando la cocina atrás, y se acercó al arroyo. Allí estaba el agua brillante que pasaba rápida y alegremente.

- Me pregunto qué habrá del otro lado –pensó en voz alta–. Tal vez haya un mundo nuevo.

Justo entonces, se le acercó su amigo Leo, un niño del vecindario.

- ¡Hola, Julia! –saludó Leo–. ¿Qué hacés tan cerca del arroyo?

- Estoy pensando en cruzar –dijo Julia con emoción–. ¿Te gustaría venir?

- ¡Claro! Pero… ¿cómo vamos a cruzar? No podemos saltar.

- Tal vez podríamos construir un puente –sugirió Julia–. Si encontramos unas ramas largas y fuertes, podríamos hacerlo.

Así fue como Julia y Leo comenzaron su aventura. Reunieron ramas de varios tamaños y se dispusieron a construir un pequeño puente. Después de un rato, lograron armar algo que parecía mantenerse en pie.

- ¿Estás lista? –preguntó Leo.

- Sí, pero… tengo un poco de miedo –admitió Julia–. ¿Y si se rompe?

- No te preocupes, lo haremos juntos.

Los dos amigos se dieron la mano y comenzaron a cruzar el puente. Con cada paso que daban, la emoción crecía, pero también un poco de nervios. Cuando llegaron al medio, el puente crujió y Leo sostuvo más fuerte la mano de Julia.

- ¡Aguanta un poco! –gritó Leo mientras miraban hacia abajo, viendo cómo el agua corría velozmente.

Y justo en ese instante, el puente cedió por un lado, pero ellos lograron saltar hacia la otra orilla y aterrizar en el suelo blando. Lo lograron.

- ¡Lo hicimos! –gritaron juntos, llenos de alegría–. ¡Estamos del otro lado!

Exploraron el nuevo espacio. Había flores que nunca habían visto, e incluso un pequeño bosque lleno de pájaros cantores. Cada paso parecía una nueva aventura y cada rincón un lugar mágico.

De repente, vieron unas cosas brillantes más adelante. Cuando se acercaron, se dieron cuenta de que eran piedras preciosas de diferentes colores.

- ¡Guau! Esto es increíble, ¡podríamos venderlas y comprar un montón de golosinas! –exclamó Leo.

- Pero, Leo, esto debe ser de alguien –dijo Julia, preocupada–. No podemos quedarnos con estas cosas.

- Tienes razón. Quizás debamos regalarlas a quien le pertenezcan.

Después de un rato buscando, encontraron una pequeña cueva y se acercaron. Dentro estaba un viejo búho que parece que estaba buscando sus piedras.

- ¡Hola, pequeños! –dijo el búho con voz profunda–. Gracias por encontrar mis piedras. Sin ellas, mi hogar se siente incompleto.

- ¡Claro! No queríamos quedarnos con ellas. Queríamos que vuelvan a su lugar. –dijo Julia.

- Ustedes tienen un gran corazón. Como recompensa, quiero que duden de que cada vez que se miren a la cara en el reflejo del agua, verán todo lo que pueden lograr si trabajan juntos.

Julia y Leo sonrieron y retornaron a su casa llenos de aventuras, emociones, y sobre todo, aprendiendo que la verdadera riqueza no está en lo material, sino en la amistad y la bondad.

- ¡Mirá, Mami! –dijo Julia con una gran sonrisa al llegar a casa–. Aprendí que lo que parece no siempre es lo que es.

- Estoy orgullosa de ti, Julia –respondió su mamá dándole un abrazo–.

Desde aquel día, Julia y Leo disfrutaron de muchas más aventuras, siempre recordando que juntos podían lograr lo que se propusieran. Y así, cada vez que miraban al arroyo, sonreían, sabiendo que del otro lado siempre hay algo mágico que descubrir.

FIN.

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