Los días tristes de Tomás
Había una vez un niño llamado Tomás, que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas, ríos y árboles frondosos. Era un chico alegre, pero últimamente se sentía un poco diferente. Algo en su interior parecía apagarse, como si un nublado cubriera su sol.
Un día, mientras caminaba por el parque, se encontró con su mejor amigo, Julián. Julián lo notó algo extraño.
"Tomás, ¿estás bien? Te veo un poco triste..." - le dijo Julián, con una mirada preocupada.
"No sé, Julián. Siento que mis días están llenos de nubes y lluvia. Todo me parece aburrido", - respondió Tomás suspirando.
"Pero, ¿qué te gustaría hacer?" - preguntó Julián, intentando animarlo.
"No lo sé. Antes me encantaba jugar al fútbol, hacer dibujos y volar cometas, pero ahora nada me divierte." - confió Tomás, mientras miraba al suelo.
Julián pensó durante un momento y se le ocurrió una idea.
"¿Qué te parece si organizamos un torneo de fútbol? Podríamos invitar a todos los chicos del barrio. ¡Seguro que te divierte!" - sugirió Julián con entusiasmo.
Tomás dudó.
"No creo que eso funcione. Ya no tengo ganas de hacer nada..." - murmuró.
Julián no se rindió y le respondió:
"Pero Tomás, ¡no puedes quedarte así! Piensa en lo divertido que sería ver a todos jugando y riendo. Abre tu mente un poco... ¿quieres intentarlo?" - insistió.
Finalmente, después de un rato, Tomás aceptó la idea.
"Está bien, Julián. Hagámoslo" - dijo Tomás, aunque aún sentía un nudo en el estómago.
Ambos chicos comenzaron a invitar a amigos, colgaron carteles por el barrio y prepararon todo para el gran torneo. A medida que se acercaba el día, Tomás sentía un cosquilleo en la panza, que no podía distinguir si era nerviosismo o emoción.
El día del torneo llegó. Los niños del barrio se reunieron en el parque, el aire estaba lleno de risas y alegría. Tomás vio cómo sus amigos llegaban, algunos con pelotas, otros con bocadillos para compartir.
"¡Mirá Tomás!" - gritó Julián, señalando a sus amigos. "¡Todo el mundo vino!"
"¡Esto es genial!" - exclamó Tomás, sintiendo que el nudo en su estómago desaparecía.
Los partidos comenzaron y Tomás, a pesar de sus dudas, se quedó en el campo de juego. Corrió, rió y se olvidó de sus penas. Fue el mejor día del año. Con cada gol y cada broma, también el nublado en su corazón se iba despejando.
Cuando terminó el torneo, Tomás se dio cuenta de que no solo había jugado, sino que había recuperado su alegría. Se acercó a Julián con una gran sonrisa.
"¡Gracias, Julián! No sabía cuánto necesitaba esto. Tu idea fue brillante" - dijo Tomás, dándole un abrazo.
"Solo te hice recordar lo divertido que es jugar con amigos" - respondió Julián, sonriendo.
A la tarde, cuando todo terminó y los chicos comenzaron a volver a casa, Tomás se sentó un momento en un banco del parque para reflexionar.
"Siempre hay cosas que podemos hacer para sentirnos mejor, ¿verdad?" - pensó en voz alta.
"Claro, Tomás. La vida puede tener días nublados, pero siempre hay maneras de encontrar el sol" - se oyó una voz a su lado. Era su hermana, Ana, que se había acercado sin que él la notara.
"Sí, tenés razón, Ana. ¡Hice muchas cosas hoy!" - respondió Tomás, recordando lo divertido que había sido.
Desde ese día, Tomás comprendió que, aunque a veces pudiera sentirse triste, siempre había formas de volver a llenarse de energía y alegría. Se comprometió a siempre buscar nuevas aventuras y a compartirlas con sus amigos.
Y así, Tomás aprendió que los días tristes pueden cambiar gracias a la amistad, la creatividad y un poco de acción.
"¿Te gustaría que planeáramos otra actividad juntos?" - le preguntó a Julián la próxima semana.
"¡Claro! ¡Podríamos hacer una tarde de manualidades!" - respondió emocionado Julián, mientras su mente empezaba a imaginar un nuevo proyecto.
Así fue como Tomás y sus amigos comenzaron una serie de nuevas aventuras y actividades. Desde torneos de juegos, días de arte, hasta noches de cuentos bajo las estrellas. Nunca volvieron a existir “los días tristes de Tomás”. En cambio, hubo días llenos de risas, amor y muchas historias para contar. Y Tomás aprendió la valiosa lección de que siempre, siempre, hay motivos para sonreír.
FIN.