En el hermoso valle de las frutas, vivían unos duendecitos traviesos y juguetones.
Su tarea era cuidar y proteger las deliciosas frutas que crecían en los árboles y arbustos del valle.
Los duendecitos se esforzaban mucho para que las frutas estuvieran siempre frescas y sabrosas, listas para ser disfrutadas por todos.
Pero tenían un secreto especial: si algún humano comía las frutas sin pedir permiso, los duendecitos empezaban a temblar.
Sentían que algo no estaba bien.
Un día, llegó al valle un niño llamado Lucas.
Era curioso y aventurero, y se había perdido en el bosque.
Hambriento, Lucas vio las jugosas frutas y, sin pensarlo, comenzó a comerlas.
Los duendecitos, escondidos entre las ramas, empezaron a temblar intensamente.
Alarmados, salieron de su escondite y rodearon a Lucas.
-
¡Alto, alto!
¡Detente, humano travieso!
-exclamó el duendecito mayor, llamado Tito.
-
¿Quiénes son ustedes?
-preguntó Lucas sorprendido.
-
Somos los duendecitos del valle, y estas frutas son nuestro tesoro.
Cuando alguien las come sin permiso, nos pone muy tristes y asustados.
-
Lo siento mucho, no sabía que eran su tesoro.
Estaba tan hambriento y las frutas lucían tan deliciosas.
-dijo Lucas apenado.
Los duendecitos vieron la sinceridad en los ojos de Lucas y decidieron perdonarlo.
-
Está bien, te perdonamos.
Pero antes de comer las frutas, siempre debes pedirnos permiso.
Y así, los duendecitos enseñaron a Lucas a pedir permiso antes de tomar las frutas, agradecer por su regalo y a cuidar la naturaleza.
Lucas comprendió la importancia de respetar a los duendecitos y a la naturaleza.
Juntos, cuidaron y compartieron las deliciosas frutas del valle.
Desde ese día, los duendecitos y Lucas se convirtieron en grandes amigos, siempre trabajando juntos para proteger el hermoso valle de las frutas.