Los Misterios de Marcela en Bogotá
Era un día nublado en Bogotá, 1925. Marcela, una niña curiosa de ojos grandes y castaños, miraba por la ventana de su casa. Los tranvías pasaban ruidosos, mientras la brisa fría jugaba con su cabello. Ella siempre había sentido una mezcla de emoción y misterio por lo que sucedía más allá de las paredes de su hogar.
"¿Qué habrá en el mundo?", se preguntaba Marcela en voz alta.
Su madre, que estaba en la cocina preparando empanadas, respondió sin dejar de trabajar:
"El mundo está lleno de sorpresas, mi amor. Pero, cuídate de los misterios, a veces pueden ser peligrosos".
A Marcela no le importó la advertencia. Tenía una gran amiga, Sofía, que siempre la animaba a aventurarse.
"¿Y si encontramos un tesoro escondido en la ciudad?", propuso Sofía un día.
"¡Sí! Y podríamos utilizar un mapa que dibujemos nosotras mismas", respondió Marcela, iluminándose.
Las dos amigas se armaron de valor y decidieron salir a explorar las calles. Se puso un abrigo, colocó su sombrero en la cabeza y, juntas, comenzaron su búsqueda de tesoros. Al salir, el aire frío les cortaba un poco la cara, pero la emoción no las dejaba sentir el frío.
Pasaron por el Parque de la Independencia, donde las ardillas saltaban y jugaban. Allí, encontraron un viejo árbol con una hendidura en su tronco, como si guardara un secreto.
"¡Mirá! ¿Y si esto es una pista?", dijo Sofía mientras señalaba la hendidura.
"¡Sí! Digamos que es como un cofre del tesoro".
La curiosidad las llevó a investigar más. Usaron un papel y lápiz para dibujar un mapa de su búsqueda, colocando un símbolo en el lugar donde encontraron el árbol.
Mais su búsqueda no fue solo de tesoros físicos. En su camino se encontraron con el viejo don Gonzalo, un músico de la calle que solía tocar el violín.
"¿Qué están buscando, pequeñas aventureras?", les preguntó con una sonrisa.
"¡Un tesoro!", respondieron al unísono.
"El verdadero tesoro no siempre es oro", dijo don Gonzalo mientras tocaba una hermosa melodía. "A veces, la música, la amistad y la risa son los mayores tesoros".
Marcela y Sofía se miraron y se dieron cuenta de que tenían razón. Aunque no encontraran oro, la aventura estaba llena de risas, música y momentos especiales. Decidieron seguir su excursión, con el corazón aún más lleno.
Continuaron su camino hasta la Plaza de Bolívar, donde los colores de los vendedores ambulantes las envolvían. Al acercarse a un puesto de libros viejos, Marcela encontró un relato sobre antiguos tesoros perdidos.
"¡Sofía, tenemos que leer esto!"
Curiosas, se sentaron en un banco a leer. En una de las páginas, encontraron un mapa de un tesoro oculto en el centro de Bogotá, marcado con una gran X. Sus corazones latían rápido.
"¿Y si esto es real?", dijo Sofía emocionada.
"Debemos seguirlo, ¡sería nuestra gran aventura!"
Siguiendo el mapa, llegaron al Museo Nacional, donde se indicaba que debían buscar en uno de los rincones más oscuros de la sala. Al entrar, el eco de sus pasos resonaba, y la luz tenue proyectaba sombras.
"¡Es como en una película de misterio!", exclamó Marcela.
"¡No nos detendremos ahora! Vamos a encontrarlo!"
Finalmente, al investigar un viejo baúl polvoriento, encontraron una nota que decía:
"El verdadero tesoro es la amistad y el conocimiento. Estén siempre juntas y busquen la belleza en cada rincón de la vida".
Las dos amigas se miraron decepcionadas pero, en un instante, se dieron cuenta de que lo que habían experimentado, cada sonrisa y cada rincón descubierto, era el verdadero tesoro.
"Las aventuras nunca terminan, ¿verdad?", sonrió Sofía.
"No, y esto es solo el comienzo".
Rieron mientras salían al aire libre, sintiéndose más ricas que nunca. Marcela comprendió que, aunque había buscado un tesoro de oro, la búsqueda la había llevado a algo mucho más valioso.
Desde ese día, cada vez que se sentían aventureras, sabían que el mundo siempre les guardaría un misterio, pero el mayor era mantener su amistad intacta y seguir descubriendo juntos todo lo que la vida tenía para ofrecer.
Y así, bajo un cielo gris de Bogotá, las niñas siguieron explorando su hermosa ciudad, recordando siempre que el verdadero tesoro está en los momentos compartidos y las risas que dan vida a cada día.
FIN.