Los tesoros de la diversidad cultural


Había una vez una niña llamada Lupita, que se mudó de Chiapas a Zimapán, Hidalgo. Al llegar a la escuela Justo Sierra, se encontró con un mundo completamente nuevo.

Todo era diferente: la comida, la bebida, las costumbres y, sobre todo, el dialecto otomí que escuchaba por todas partes. Lupita se sentía un poco perdida y fuera de lugar. No entendía muchas cosas y la gente a su alrededor hablaba de manera extraña.

Un

día, mientras Lupita estaba sentada en el patio de la escuela, un grupo de niños se acercó a ella con curiosidad. Eran Manuel, María y Juan, quienes se dieron cuenta de que Lupita se sentía sola y confundida. Decidieron acercarse a hacerle compañía.

-Hola, ¿cómo te llamas? -preguntó María con una sonrisa amable. -Soy Lupita -respondió tímidamente. Los niños comenzaron a conversar con Lupita, quien les contó sobre su vida en Chiapas y lo diferente que todo parecía en Zimapán.

Los tres amigos escucharon atentamente y después de un rato, Manuel dijo emocionado: -¡Deberías venir a conocer la casa de mi abuela! Ella es otomí y siempre nos cuenta historias y leyendas de su pueblo.

¡Te va a encantar! Lupita no sabía qué responder, pero algo en la manera en que Manuel hablaba de su abuela le llenó de curiosidad. Decidió aceptar la invitación.

Al día siguiente, Manuel la esperó afuera de la escuela y juntos caminaron hasta la humilde casa de su abuela. Cuando llegaron, fueron recibidos por una mujer amable, mirada chispeante y una sonrisa que irradiaba calidez. Era doña Rosita, la abuela de Manuel.

Doña Rosita les dio la bienvenida y les ofreció un vaso de tepache, una bebida típica de la región. Lupita probó el tepache con cierta cautela y le encantó. Era dulce, refrescante y tenía un sabor que nunca había experimentado.

Mientras compartían esa bebida, doña Rosita comenzó a contarles historias de su pueblo, de sus tradiciones, de las leyendas de los antepasados otomíes. Lupita se sorprendió al descubrir cuántas cosas tenían en común las historias de doña Rosita con las que había escuchado en su propia tierra.

Esa tarde, Lupita aprendió que, aunque las cosas parezcan diferentes a primera vista, siempre hay algo que nos une. A partir de ese día, Lupita se sintió más a gusto en Zimapán. Había descubierto que la diversidad no era algo a temer, sino un tesoro que enriquecía su vida.

Manuel, María y Juan se convirtieron en sus amigos inseparables, y Lupita no dejaba de sorprenderse ante las maravillas que encontraba en la cultura otomí. La amistad y el conocimiento habían transformado la extrañeza de Lupita en curiosidad y aprendizaje.

Se dio cuenta de que cada persona, con su propia historia y tradiciones, era como un libro abierto lleno de tesoros por descubrir. Y así, Lupita aprendió a valorar y celebrar la diversidad cultural que la rodeaba.

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