Lucía y las Rosas Encantadas
Era un día radiante en el pequeño pueblo de Flores Cuento. Lucía, una niña de siete años con una gran pasión por las plantas, se despertó muy temprano. A su lado, su fiel compañero, el gatito llamado Tigris, estiraba sus patitas y se acomodaba al rayo del sol que entraba por la ventana.
- ¡Buenos días, Tigris! - exclamó Lucía con una sonrisa. - Hoy iremos a recoger las rosas más hermosas del jardín. ¿Estás listo?
Tigris maulló contento y saltó al suelo. Juntos se dirigieron al jardín, donde los arriates de rosas se mecían suave y alegremente con la brisa matutina. Había rosas de todos los colores: rojas, amarillas, rosadas y hasta unas pocas azules que lucían mágicas bajo el sol.
Lucía comenzó a recoger las rosas más bellas. Cada una era como una joya y ella las cuidaba con mucho amor. Sin embargo, al acercarse a las rosas azules, notó algo extraño. Las flores parecían brillar aún más. Lucía preguntó:
- ¿Por qué brillan tanto las rosas azules, Tigris?
El gatito ladeó la cabeza, como si también se preguntara lo mismo. Lucía decidió acercarse un poco más. Cuando tocaron los pétalos, un destello de luz las envolvió y, de repente, ¡apareció una pequeña hada! Tenía alas brillantes y una sonrisa radiante.
- ¡Hola, Lucía y Tigris! - saludó el hada. - Soy Flora, el hada de las flores. Estas rosas azules son muy especiales, son las guardianas del jardín.
Lucía, fascinada, no podía creer lo que veía.
- ¡Hola, Flora! ¿Qué significa que las rosas sean guardianas?
- Significa que ayudan a mantener el jardín lleno de vida y magia - explicó el hada. - Sin embargo, hay un problema: el agua del río que da nutrientes a estas plantas se ha secado. Si no conseguimos agua pronto, todas las flores podrían marchitarse.
Lucía sintió un nudo en el estómago. No podía permitir que las rosas marchitaran.
- ¿Qué podemos hacer para ayudar? - preguntó con determinación.
Flora sonrió con esperanza.
- Necesitamos encontrar la fuente del río y hacer que vuelva a fluir. Pero hay un desafío: el camino está lleno de redinillas, pequeñas semillitas traviesas que intentarán desviarte.
- ¡No te preocupes! - dijo Lucía. - Sobre todo si estoy acompañada de Tigris, nada puede detenernos.
Juntos, Lucía y Tigris emprendieron la búsqueda. Después de caminar unos metros, de repente, las redinillas comenzaron a aparecer. Eran como un ejército de pequeñas semillas que parecían querer desviar su camino.
- ¡No podemos dejarlas ganar! - exclamó Lucía. - ¡Vamos, Tigris, sigamos avanzando!
Con astucia, Lucía comenzó a buscar caminos alternativos. Se acordó de sus historias de aventuras y recordó que, a veces, era necesario pensar fuera de la caja.
Ya en el medio de la travesía, encontraron un gran árbol con hojas brillantes. En su tronco había un pequeño agujero que parecía una puerta.
- Tal vez si entramos aquí, podamos encontrar un atajo - sugirió Lucía.
- ¡Miau! - asintió Tigris.
Entraron al árbol y se encontraron en un lugar lleno de luz y colores. En el centro, había un estanque que reflejaba todo lo que la rodeaba.
- ¿De dónde viene este agua? - preguntó Lucía, viendo que nunca había visto algo igual.
- Viene de la fuente mágica - respondió un pequeño duende que salió de detrás de una flor. - Pero solo fluirá de nuevo si la llenan de amor y gratitud.
Lucía comprendió enseguida lo que debían hacer. Decidió contarle al duende sobre todas las plantas y flores que amaba y lo importante que eran para ella. Mientras hablaba, las redinillas comenzaron a desaparecer, y el duende sorbió el agua del estanque en un pequeño frasco.
- ¡Hicimos un buen trabajo, Lucía y Tigris! - dijo el duende - regresemos al jardín.
Al volver, Flora estaba esperándolos con los brazos abiertos. Al caer el agua mágica sobre las rosas, estas comenzaron a florecer más brillantes que nunca.
- ¡Lo logramos, Lucía! - exclamó el hada. - Gracias a ustedes, el jardín recuperó su vida.
Lucía sonrió de oreja a oreja, feliz por haber ayudado a sus amadas plantas.
- Este jardín siempre será especial para mí - dijo Lucía.
Desde aquel día, Lucía nunca se olvidó de cuidar no solo las rosas, sino todas las plantas, porque entendió que cada una de ellas tenía su propia magia. Y todos los días, su amigo Tigris la acompañaba en sus aventuras, disfrutando de la belleza del jardín que ellas habían salvado.
Y así, la historia de Lucía y las rosas encantadas se convirtió en una leyenda que los niños del pueblo contarían por generaciones, recordando siempre el valor de cuidar de la naturaleza y ayudar a nuestros amigos.
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FIN.