María y el Bosque Mágico
En un pequeño pueblo de Argentina, donde el sol brilla con fuerza y los pájaros cantan alegrías, vivía una niña llamada María. María era especial; tenía un gran corazón y una imaginación infinita. Sin embargo, había algo diferente en ella, algo que la hacía única: ¡no tenía nalgas! Esto, a veces, hacía que se sintiera un poco insegura entre sus amigos, que solían reírse y preguntarle por qué era así.
Un día, mientras María caminaba cerca del bosque que bordeaba su pueblo, escuchó un suave susurro que la llamaba. Se acercó lentamente y descubrió una gran puerta de madera, cubierta de hiedra y flores coloridas. Era la entrada a un lugar que nunca antes había visto.
"¿Quién es?" - preguntó María, mirando a su alrededor.
De repente, un pequeño duende apareció ante ella, con un sombrero puntiagudo y una gran sonrisa.
"Hola, soy Leo, el guardián del Bosque Mágico. Siempre estaba esperando a alguien valiente que cruzara esta puerta. ¡Y ese alguien eres tú!" - dijo Leo, danzando alrededor de María.
María no podía contener su curiosidad. Aunque se sentía un poco extraña por su forma, decidió seguir al duende.
"¿Qué hay en este bosque?" - preguntó María emocionada.
"Aquí todo tiene magia. Pero solo quienes son diferentes pueden descubrir los secretos más profundos. ¡Vamos!" - exclamó Leo.
Mientras caminaban, fueron cruzando ríos brillantes y prados llenos de flores cantantes. De repente, se encontraron con una reunión de animales que estaban discutiendo algo preocupados.
"¿Qué pasa?" - preguntó María, acercándose.
"El árbol más antiguo del bosque ha perdido su chispa. Todos dependen de él para mantener el bosque vivo, pero nadie puede ayudarlo. Nadie tiene la habilidad para alcanzar el corazón del árbol. Necesitamos un héroe." - explicó un zorro inteligente.
María sintió un fuerte impulso dentro de ella, como si su ausencia de nalgas le diera un poder especial para ser ágil y creativa.
"Yo puedo ayudar!" - dijo María con determinación.
"Pero, María, es un camino peligroso y no puedes..." - murmuró un conejo angustiado.
"No tengo miedo. No importa cómo soy, lo que importa es lo que puedo hacer" - respondió con firmeza.
Así, María y Leo emprendieron el camino hacia el árbol. Pasaron por ríos caudalosos y trampas de enredaderas, pero María, con su valor y esos giros inesperados que la vida les había enseñado, logró sortear cada dificultad con creatividad.
Finalmente, llegaron al árbol gigante, que parecía triste y apagado. María se acercó, sintiendo su esencia, el pulso de la vida. Ella tuvo una idea; recordó las flores cantantes y el brillo del río. Comenzó a danzar y a cantar con su voz melodiosa, usando su propia simplicidad y alegría para infundir energía en el aire.
"Arbolito, arbolito, despierta tu brillo, deja que la alegría regrese a tu camino" - cantó con todas sus fuerzas.
Y, para sorpresa de todos, el árbol comenzó a brillar. Las hojas verdes vibraron y, lentamente, el árbol cobró vida nuevamente, llenándose de colores vibrantes.
"¡Lo hiciste! ¡Nuestro bosque está vivo otra vez!" - gritaron los animales, saltando de alegría.
María se sintió más fuerte y confiada que nunca.
"La verdad es que lo único que importa es que cada uno de nosotros tiene algo único que aportar al mundo. Las diferencias son nuestras fortalezas!" - exclamó mientras todos celebraban a su alrededor.
Desde ese día, María volvió a su pueblo, pero con un brillo diferente en sus ojos. Había aprendido que ser diferente no era un obstáculo, sino una oportunidad de brillar en su propia forma. Además, cada vez que alguien le hacía un comentario sobre su cuerpo, María sonreía y decía:
"Soy única, y eso es lo que me hace especial. ¡Gracias por recordármelo!"
Así, María vivió tantas aventuras como pudo, siempre recordando que la verdadera magia reside en nuestro interior. Desde entonces, aprendió a amar cada parte de sí misma, especialmente esa que la hacía diferente. Y también enseño a sus amigos que todos somos especiales a nuestra manera, creando un lazo de amistad que nunca se rompería.
"¡Vamos, amigo! ¡La aventura nunca termina!" - decía entusiasmada María, mientras el bosque resplandecía de colores y risas, cada vez que pasaba cerca de él.
FIN.