María y el Jardín de las Habilidades
Había una vez, en un pequeño barrio de Buenos Aires, una niña llamada María que no disfrutaba ir a la escuela. Cada mañana, al despertar, sentía un nudo en el estómago. No le gustaba porque creía que no era buena en las cosas que hacía. Mientras sus compañeros destacaban en matemáticas, dibujo y deportes, ella se sentía invisible y creía que jamás podría ser tan talentosa como ellos.
Un día, mientras paseaba por el parque, María conoció a un anciano llamado Don Manuel, que cuidaba un hermoso jardín lleno de flores de todos los colores. Fascinada por la belleza del lugar, María se acercó.
"Hola, señor. Su jardín es precioso. ¿Cómo logra que todas las flores sean tan hermosas?" - preguntó María, maravillada.
"Gracias, señorita. De hecho, cada flor tiene su propio ritmo de crecimiento y belleza. Algunas son brillantes y llenas de vida, mientras que otras son más discretas pero igual de especiales" - respondió Don Manuel.
María frunció el ceño, sin entender del todo.
"Pero yo soy como una flor que no crece, soy un tallo torcido entre las demás".
Don Manuel sonrió.
"¿Por qué dices eso, María? No todas las plantas son altas o llamativas. Cada una tiene su lugar en el jardín. ¿Te gustaría ayudarme a cuidar de él y aprender sobre cada tipo de flor?".
María, sorprendida, aceptó entusiasmada. Así, cada día después de la escuela, se unía a Don Manuel en el jardín. Aprendió sobre las flores: algunas eran temerosas del sol, mientras que otras daban sombra. Algunas necesitaban más agua, y otras podían vivir con muy poca. María comenzó a entender que cada flor crecía a su manera, y eso era lo que las hacía únicas.
Un día, mientras regaban las plantas, Don Manuel le dio una semilla.
"Quiero que cuides de esta semilla y la hagas crecer. Recuerda que al principio no podrás ver nada, pero con paciencia y amor, algo hermoso nacerá" - dijo el anciano.
María tomó la semilla y la plantó en su jardín en casa. Al principio, no pasó nada y se sentía desanimada. Pero cada día, regaba el lugar y lo cuidaba con esmero, y poco a poco comenzó a ver un pequeño brote asomándose.
La expectativa de ver nacer su planta la motivó. Fue entonces cuando decidió aplicar la misma paciencia y amor a sus actividades en la escuela.
"Voy a dar lo mejor de mí en cada tarea, sin compararme con los demás" - pensó María.
Con el tiempo, empezó a dibujar y practicar más en sus clases. Si fallaba en algo, lo tomaba como parte del proceso, como las flores que no siempre aparecen a la vista. Comenzó a sentir que tenía habilidades propias, distintas y valiosas.
Cuando la planta finalmente floreció, era única y hermosa, con colores que nunca había imaginado. María se sintió orgullosa no solo de su planta, sino de sí misma. Decidió llevarla a la escuela para mostrarla a sus compañeros.
"Miren lo que he creado, se llama ‘Valentía’, porque cada uno de nosotros tiene algo especial" - les dijo emocionada.
Sus compañeros la aplaudieron, y ella entendió que no se trataba de ser mejor que los demás, sino de ser la mejor versión de uno mismo. Con el apoyo de Don Manuel, María descubrió su talento por el arte y comenzó a disfrutar de ir a la escuela. Comprendió que todos tienen renacer, sus propios tiempos y que, al final, cada uno brilla con su luz.
Desde aquel día, María dejó de compararse con los demás y, como en su jardín, empezó a valorar su esencia. Se dio cuenta de que su esfuerzo, aunque pequeño, era significativo y que su espíritu era tan bello como cualquier flor. Así, aprendió la lección más valiosa de todas: cada uno tiene su propio lugar en el vasto jardín de la vida, y es preciso florecer con orgullo y amor a uno mismo.
FIN.