María y el mundo de los colores
Había una vez una niña llamada María que vivía en un pequeño pueblo. María era diferente a otros niños, porque no podía distinguir los colores. Para ella, el mundo era un lugar de matices grises y sombras, y aunque a veces se sentía triste por ello, siempre había tenido una curiosidad insaciable.
Un día, mientras caminaba por el parque, vio a un grupo de niños jugando con globos de todos los colores. María se acercó, fascinada.
- ¡Hola! -dijo uno de los niños, un pequeño rubio llamado Tomás-. ¿Te gustaría jugar con nosotros?
María sonrió, pero su corazón latía rápido.
- Me encantaría, pero no puedo ver los colores de los globos.
- Eso no importa -respondió Tomás-. Podés jugar con nosotros. Vení, elijamos algún juego.
María se sintió aliviada. Jugaron a distintas cosas: escondidas, la mancha y finalmente, un juego en el que tenían que elegir un color y contarle a los demás qué les hacía sentir.
- Yo elijo rojo porque me hace sentir feliz como una cereza -dijo Sofía, otra niña del grupo.
- Yo elijo azul, porque me recuerda al mar -agregó un niño llamado Lucas.
María pensó un momento y, aunque no sabía cómo describir un color, tuvo una idea.
- Elijo... el color de la amistad. Porque me siento bien cuando estoy con ustedes.
Los niños la miraron sorprendidos.
- ¡Eso no se puede! -exclamó Lucas.
- ¿Por qué no? -preguntó María, observando sus rostros.
- Porque el color de la amistad no es un color. -dijo Sofía-.
- Pero para mí sí lo es -replicó María, con determinación.
El grupo se quedó en silencio, reflexionando. A partir de ese día, María empezó a contarles a los demás cómo era su visión del mundo. Les describió cómo se imaginaba el rosa de unas flores o el verde de un árbol, utilizando palabras que hablaban de lo que cada cosa representaba para ella.
Un día, mientras exploraban un antiguo almacén en el pueblo, encontraron una caja llena de colores en polvo. Todos estaban emocionados por usar los colores en un mural. María sintió que algo dentro de ella latía con fuerza.
- ¿Podemos hacer algo juntos? -preguntó María. -¿Podemos hacer un mural donde cada uno dibuje lo que siente con su color favorito?
Los niños se miraron y estuvieron de acuerdo.
Mientras cada uno elegía su color, María observaba y escuchaba con atención las descripciones coloridas que hacían. Las risas y voces eran su guía, y aunque no podía ver el azul o el rojo, podía sentir cómo se llenaban de energía.
Cuando el mural terminó, y estaba cubierto de una mezcla vibrante de colores y sentimientos, María sonrió con felicidad.
- Este mural es nuestro corazón -dijo ella, mirando a los demás con orgullo. -Es un lugar donde todos podemos ver lo que sentimos.
- ¡Tienes razón! -exclamó Sofía-. Es un mosaico de amistad.
Un viejo artista del pueblo, que había estado observando la escena, se acercó.
- ¿Puedo agregar algo? -dijo con una sonrisa.
Los niños asintieron, curiosos. El artista sacó un enorme pincel y dibujó alrededor del mural un marco que tenía una mezcla de todos los colores.
- Ahora parece un cuadro de la vida -dijo, mientras los niños aplaudían.
- Y lo mejor es que hemos creado algo especial, donde todos pueden encontrarse -añadió María, feliz de estar rodeada de sus amigos.
A partir de ese día, cada vez que se encontraban, el espacio se hacía más colorido. María les enseñó a ver el mundo a través de sus sentimientos, y sus amigos a veces le decían:
- ¿Viste lo que significa el amarillo? Es la alegría.
- ¿Y el naranja? -preguntaba María. -
- Eso representa la creatividad, María.
María entendió que, aunque el mundo exterior era todo en blanco y negro para ella, su corazón estaba lleno de colores. Aprendió que los sentimientos no necesitaban colores para ser expresados, y que la verdadera belleza se encuentra en lo que somos y en cómo nos sentimos.
Así fue como María y sus amigos transformaron su pequeño pueblo en un lugar donde la alegría, la amistad y la creatividad florecieron, y donde todos aprendieron que cada uno de nosotros ve el mundo a su manera, y eso, en sí mismo, es un verdadero regalo.
FIN.