Milo y el gatito agradecido


En un pequeño pueblo llamado Villa Feliz vivía Milo, un niño muy especial. Desde que nació, sus papás supieron que tenía algo especial, algo que lo hacía brillar entre los demás niños.

Milo era muy inteligente y siempre estaba deseoso de aprender cosas nuevas. Pero lo que más le gustaba a Milo en el mundo eran las frutas.

Le encantaban de todas las clases y colores: manzanas rojas y jugosas, peras verdes y dulces, uvas moradas y sabrosas. Siempre llevaba consigo una bolsita llena de frutas para merendar en la escuela o durante sus aventuras por el pueblo. Además de las frutas, a Milo le encantaban los abrazos de mamá y papá.

Cada noche, antes de dormir, pedía un abrazo bien apretado que lo hiciera sentir seguro y amado. Y no había nada en el mundo que se comparara con las caricias suaves de sus padres acariciando su cabello antes de dormir.

Pero lo que más disfrutaba Milo era jugar a "que lo atrapen". Este juego consistía en correr por todo el jardín de su casa mientras sus papás intentaban atraparlo para darle muchos besos y cosquillas.

A Milo le encantaba reírse a carcajadas mientras trataba de escapar de los brazos amorosos de mamá y papá. Un día, mientras paseaba por el bosque cercano a Villa Feliz, Milo se encontró con una situación inesperada.

Escuchó unos maullidos provenientes detrás de unos arbustos y al acercarse descubrió a un gatito atrapado entre las ramas. Sin dudarlo un segundo, Milo ayudó al gatito a liberarse y lo acunó entre sus brazos.

"¡Hola amiguito! No te preocupes, ya estás a salvo", dijo Milo con ternura mientras acariciaba al gatito asustado. El gatito ronroneó felizmente y comenzó a restregarse contra la pierna de Milo como si quisiera demostrarle su gratitud. Milo decidió llevar al gatito a casa para cuidarlo y darle comida caliente.

Sus papás se sorprendieron al verlo llegar con un nuevo amiguito animal pero no pudieron resistirse ante la mirada tierna del gatito. Con el tiempo, el gatito se convirtió en parte importante de la familia junto a Milo.

Jugaron juntos todos los días en el jardín e incluso compartían las meriendas llenas de frutas deliciosas que tanto les gustaban.

Milo aprendió una gran lección ese día: la importancia de ayudar a los demás seres vivos sin esperar nada a cambio. Y es que cuando somos amables y generosos, recibimos amor y gratitud multiplicados.

Desde entonces, cada vez que jugaba a "que lo atrapen" con mamá y papá recordaba aquel día en el bosque con cariño; porque aunque él siempre había sido bueno capturando risas bajo besuqueadas torbellinos amorosos; ahora también sabía cómo capturar corazones brindando ayuda desinteresada.

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