Rapunzel y el Banquete de la Alegría



Había una vez, en un reino lleno de risas y colores brillantes, una princesa llamada Rapunzel. Tenía una larga cabellera dorada que brillaba como el sol y unos ojos llenos de chispa. Rapunzel pasaba sus días jugando con sus amigos en el bosque, saltando entre flores y persiguiendo mariposas.

Sin embargo, había un pequeño problema: a Rapunzel no le gustaba comer. "Comer es aburrido", decía mientras reía y se subía a un árbol. Sus amigos intentaban convencerla: "¡Rapunzel, las fresas son dulces y jugosas!" "Y los pasteles de chocolate son riquísimos!" Pero ella sólo sonreía y contestaba: "Prefiero jugar al escondite. La comida no es para mí."

Con el paso del tiempo, Rapunzel comenzó a sentirse un poco más débil. Se dio cuenta de que sus juegos ya no eran tan divertidos como antes. A veces le costaba seguir el ritmo de sus amigos. Un día, mientras jugaban a la lluvia de estrellas, se quedó sentada en una piedra, mirando a sus amigos correr y reír: "¿Por qué no puedo jugar como antes?" pensó, con un nudo en la garganta.

Esa tarde, la Reina, su madre, la encontró sentada sola. Preocupada, se acercó: "¿Rapunzel, qué te pasa, querida?"

"Mamá, creo que no puedo jugar como antes. Estoy cansada y no entiendo por qué", dijo con un susurro.

La Reina se sentó a su lado: "A veces, para tener energía y disfrutar al máximo de nuestras aventuras, necesitamos buena comida. ¿No has probado las sopas de verduras que tanto me gustaban a tu edad? Son mágicas para darle fuerza a tu cuerpo."

Rapunzel hizo una mueca. "Pero no me gusta la comida, mamá. Solo quiero seguir jugando."

"¿Pero qué pasaría si, al comer, pudieras jugar aún más?", propuso la Reina con una sonrisa tranquilizadora. Fue entonces cuando un plan brillante le surgió a Rapunzel. "¡Hagamos un gran banquete, mamá! Invitemos a todos los amigos y preparemos los platos más divertidos. Así, podré probar la comida mientras me divierto."

La Reina se sintió emocionada y juntos se pusieron a trabajar. Prepararon deliciosos platillos: pizzas con formas de animales, helados de colores, ensaladas con figuras de estrellas y frutas en forma de cabezones. El gran día llegó y el castillo se llenó de risas y música. Todos los amigos de Rapunzel estaban allí, disfrutando y jugando.

Al llegar la hora de la comida, Rapunzel miró las creaciones y su estómago dio un vuelco. "¿De verdad puedo comer en medio de esta fiesta?" -preguntó casi con temor.

"¡Claro! Come lo que más te guste", le animaron sus amigos. Al probar un pedacito de pizza que tenía forma de tigre, sus ojos se iluminaron. "¡Es delicioso!" gritó de alegría.

Y así, sin darse cuenta, se fue sirviendo más y más platillos. "Mirá, ¡hay helado de arcoíris!" -exclamó uno de sus amigos.

Desde ese día, Rapunzel se dio cuenta de que comer no solo era necesario, sino también divertido. Empezó a explorar nuevos sabores y a preparar comidas junto a su mamá. "Mamá, podemos hacer un día de empaquetar comida juntos para nuestros amigos!" propuso un día, emocionada.

"¡Me parece una idea maravillosa!" -respondió la Reina, llenando de amor su corazón.

Rapunzel aprendió que la comida era una parte fundamental de la diversión, y su energía volvió. Pronto se sintió más fuerte y feliz, y las risas se hicieron más brillantes. A partir de entonces, cada semana habría un banquete en el castillo, donde la comida sería parte de sus juegos.

Así, la pequeña princesa descubrió que cuidar de uno mismo también es ser feliz. Y en su corazón siempre quedará la certeza de que la alegría se puede compartir, tanto en los juegos como en la mesa.

FIN.

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