Roberto y el Poder de las Palabras
En una escuela de barrio, donde los días eran llenos de risas y juegos, vivía un niño llamado Roberto. Con su cabello alborotado y su andar apresurado, era conocido por sus travesuras. Pero, a pesar de ser un chico simpático, Roberto tenía un problema: todos los días, pegaba a sus compañeros, y lo peor de todo, no le gustaba pedir perdón.
Un día soleado, mientras los chicos jugaban al fútbol en el patio, Roberto se encontraba al costado, cruzado de brazos.
"¿Por qué no jugás con nosotros, Roberto?" - le preguntó su amigo Tomás, emocionado.
"¿Y qué? ¿Acaso harían algo diferente que lo que yo ya hice?" - respondió Roberto, frunciendo el ceño.
La verdad era que, aunque a Roberto le encantaba jugar, su forma de demostrar lo que sentía era a través de la fuerza. Sin embargo, cuando uno de los chicos le ganaba en un juego, no podía manejar su frustración y terminaba dándole un pequeño empujón a quien había ganado.
Una tarde, mientras Roberto pasaba por el parque, vio a su compañera Ana, que estaba jugando con dos muñecas nuevas. Sin pensarlo, se acercó y, sin querer, le tiró una.
"¡Eh! ¿Por qué hacés eso, Roberto?" - protestó Ana, mirando su muñeca caer al suelo.
"Porque no me gusta cómo jugás, y tengo ganas de hacer lo que quiero" - dijo Roberto, imperturbable.
Ana, en lugar de llorar o gritar, le sonrió y le respondió:
"Roberto, a veces me gustaría que entendieras que hay otras maneras de jugar y divertirse juntos. No tenés que hacer daño para ser parte de algo bonito."
Roberto, sorprendido por la calma de Ana, se alejó, pero esas palabras se quedaron dando vueltas en su cabeza.
Pasaron los días y, aunque seguía pegando a sus compañeros, sentía un pequeño cambio en su interior. A veces, se encontraba observando a sus amigos jugar y reír, y un estirón en su pecho le decía que quería ser parte de eso, pero no sabía cómo.
Un día, durante el recreo, su compañero Juan ganó un partido de fútbol y, no pudiendo contener su frustración, le dio un empujón. Pero, esta vez, mientras lo hacía, sintió un cosquilleo en su corazón.
"¡Dejá de hacer eso, Roberto!" - exclamó Juan.
"Yo... no sé por qué hago estas cosas..." - respondió Roberto, sintiendo la tristeza irse apoderando de él.
Y así, por primera vez, se acercó a Juan y le dijo:
"Lo siento mucho, Juan. No quería hacerte daño."
Juan quedó atónito. Al principio no sabía si reír o llorar. Un brillo de sorpresa pasó por sus ojos.
"Gracias, Roberto. Eso significa mucho para mí."
Aquel pequeño acto le dio a Roberto la fuerza que necesitaba. Esa misma tarde se acercó a Ana y le dijo:
"Lo siento por lo que te hice. No quise lastimarte."
"Está bien, Roberto. Lo importante es que te diste cuenta. Siempre hay tiempo para cambiar. Quiero que seas mi amigo."
Roberto, con una sonrisa que iluminaba su rostro, sintió cómo en su corazón algo nuevo comenzaba a florecer. En lugar de pegar, decidió aprender a jugar de manera diferente.
Con el tiempo, los otros niños también comenzaron a notar el cambio. Roberto ya no era el chico que golpeaba, sino aquel que hacía reír a sus amigos con sus ingeniosas ocurrencias. Resultó que no solo había aprendido a pedir perdón, sino también el valor de construir amistades a través de la bondad y el respeto.
Desde entonces, todos los días en el patio de la escuela se escuchaban risas y juegos, y Roberto, ahora orgullosamente, se unía a sus amigos, que lo recibieron con los brazos abiertos y una sonrisa en el rostro. Las manos de Roberto ya no lastimaban, sino que aplaudían y alentaban.
Y así, Roberto se convirtió en un ejemplo para todos, demostrando que las palabras y la empatía son mucho más poderosas que cualquier golpe.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.