Sofía y el Tesoro de las Emociones
Era un día soleado en la escuela primaria de Sofía. Todos los niños estaban emocionados porque el maestro Lucas había anunciado que ese día aprenderían sobre algo muy especial: la inteligencia emocional.
"Hoy descubriremos un tesoro que cada uno de nosotros tiene dentro", les dijo el maestro con una sonrisa.
Los niños se miraron confundidos. Sofía, con su cabello rizado y ojos brillantes, levantó la mano.
"¿Qué es eso de la inteligencia emocional, maestro?"
"Es la habilidad de entender y manejar nuestras emociones y las de los demás. Es como un mapa que nos guía cuando nos sentimos felices, tristes, enojados o confundidos", explicó el maestro.
Durante la clase, Sofía y sus compañeros realizaron diversas actividades. Primero, el maestro les pidió que dibujaran diferentes emociones en sus caras. Sofía dibujó una gran sonrisa para la alegría, pero se detuvo cuando llegó a la tristeza.
"No sé cómo dibujar tristeza...", murmuró Sofía.
El maestro se acercó a ella.
"La tristeza puede ser una gota de agua que corre por nuestra cara, o una nube gris sobre nuestra cabeza. Hay que saber mostrar lo que sentimos", dijo mientras le daba un lápiz azul.
Sofía sonrió al escuchar esto y comenzó a dibujar una nube. Cuando terminó la actividad, se sintió más ligera, como si hubiera encontrado una pequeña llave para comprender sus propias emociones.
Al día siguiente, en el recreo, Sofía vio a su amiga Flor lloriquear solita en un rincón. Recordando lo que había aprendido, se acercó con cautela.
"Hola, Flor. ¿Qué te pasa?"
Flor la miró con lágrimas en los ojos.
"Estoy enojada, nadie quiso jugar conmigo hoy..."
Sofía pensó por un momento y recordó la importancia de validar las emociones.
"Entiendo, es feo sentirse excluida. A veces, también me siento así", le dijo.
Flor la miró con sorpresa.
"¿De verdad?"
"Sí, pero hay algo que podemos hacer. Vení, juguemos juntas con la pelota. A veces hay que buscar nuevas formas de incluirnos", sugirió Sofía.
Las dos amigas comenzaron a patear la pelota y a reírse juntas. En ese momento, el corazón de Flor comenzó a sentirse más ligero.
La semana continuó y Sofía se dio cuenta que, además de entender sus emociones, también podía ayudar a sus compañeros. Un día, el aula organizó un pequeño debate. El tema era la mejor película de la semana. Sofía notó que su amigo Julián estaba muy apasionado, pero se estaba enojando porque otros no pensaban igual.
"Julián, creo que tu emoción es válida, pero también es importante escuchar a los demás", intervino Sofía.
Julián, sorprendido, respiró hondo.
"Tenés razón, Sofía. Me dejé llevar por el enojo y no escuché. ¿Pueden repetir lo que dijeron?"
Los demás niños sonrieron, sintiendo que se había creado un ambiente más amigable.
Un día, la maestra de arte propuso un proyecto colectivo para hacer un mural de emociones. Sofía tuvo una idea brillante.
"Podemos dibujar diferentes emociones y ponerles colores".
Todos se entusiasmaron con la propuesta y comenzaron a trabajar juntos. Cada uno eligió una emoción. Sofía decidió plasmar la empatía. Cuando estaban por terminar el mural, la maestra les dijo que tendrían que presentar su obra ante toda la escuela.
Sofía se sintió un poco nerviosa, pero recordó las herramientas que había aprendido.
"Chicos, si nos apoyamos, podemos hacerlo juntos. Cada uno de nosotros tiene algo valioso para aportar”, dijo con confianza.
El día de la presentación, todos estaban listos, pero justo antes de empezar, Sofía se dio cuenta de que algunos de sus amigos estaban inquietos.
"¿Están nerviosos?" preguntó Sofía.
"Sí, un poco..." contestó una compañera.
Sofía sonrió.
"Es normal sentirse así, antes de salir a hablar es bueno recordar lo que hemos logrado juntos. ¡Vamos, haremos un gran trabajo!"
Con esas palabras, sus amigos se sintieron más tranquilos. Finalmente, cuando llegó su turno, la presentación resultó un éxito. Todos aplaudieron, y cada niño se sintió seguro al compartir sus emociones.
Esa tarde, Sofía y sus compañeros fueron a casa sabiendo que habían descubierto un verdadero tesoro. Habían aprendido no solo a comprender sus propias emociones, sino también a ayudar a otros. Al final del día, Sofía se recostó en su cama y sonrió, lista para otro día lleno de emociones que transformar en colaboraciones maravillosas.
"Gracias, maestro Lucas", susurró Sofía al cerrar los ojos, finalmente entendiendo que la inteligencia emocional era un gran regalo que todos podían compartir.
FIN.